El viejo Almacén. BsAs

Surplus Approach

“Es necesario volver a la economía política de los Fisiócratas, Smith, Ricardo y Marx. Y uno debe proceder en dos direcciones: i) purgar la teoría de todas las dificultades e incongruencias que los economistas clásicos (y Marx) no fueron capaces de superar, y, ii) seguir y desarrollar la relevante y verdadera teoría económica como se vino desarrollando desde “Petty, Cantillón, los Fisiócratas, Smith, Ricardo, Marx”. Este natural y consistente flujo de ideas ha sido repentinamente interrumpido y enterrado debajo de todo, invadido, sumergido y arrasado con la fuerza de una ola marina de economía marginal. Debe ser rescatada."
Luigi Pasinetti


ISSN 1853-0419

Entrada destacada

Teorías del valor y la distribución una comparacion entre clásicos y neoclásicos

Fabio PETRI   Esta obra, traducida por UNM Editora, ha sido originalmente editada en Italia con el título: “Teorie del valore e del...

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28 may 2018

La devaluación era evitable


Los desórdenes monetarios afectan la trayectoria económica de largo plazo. Las crisis cambiarias y sus efectos inflacionarios provocan pérdidas irreparables en materia de distribución del ingreso y crecimiento económico. Es cierto que las economías con problemas estructurales de balanza de pagos tienden a incurrir en crisis cambiarias. Argentina, por otro lado, tiene la particularidad de poseer un sistema bimonetario de flujos pesificados y stocks dolarizados que amplifica toda crisis externa. Además, como si fuera poco, el gobierno duplicó la deuda pública en moneda extranjera con terceros y el déficit de cuenta corriente ingresó a una zona de emergencia.

Sin embargo, no todo estrés cambiario refleja expectativas de crisis de solvencia externa. En efecto, la reciente crisis no tuvo a los “fundamentales” como factores determinantes. Ni siquiera la volatilidad internacional fue la causa principal.

El perjuicio que provocó la intervención de jefatura de gabinete en el Banco Central no fue de orden institucional sino de política económica. La inconsistencia del “plan 23/20” (dólar a 23 pesos y tasa al 20 por ciento para fin de 2018) creó las bases de la crisis cambiaria. Después de dos incrementos en la tasa objetivo entre octubre y noviembre de 2017, el banco central había iniciado un ciclo de recortes en enero, que se ve abortado por el sell-off de Wall Street en febrero. Sin embargo, con las licitaciones mensuales de Lebacs continuaron los recortes, aunque marginales, simbólicamente relevantes. Mientras tanto, el dólar mayorista se había devaluado un 18 por ciento entre diciembre y marzo. Peor aún, desde principios de marzo hasta el incido de la corrida, el Banco Central se vio forzado a intervenir con 2.400 millones de dólares para evitar que el dólar mayorista superase los 20,2 pesos.

Mientras el presidente del BCRA predicaba la teoría del equilibrio general walrasiano, el mercado respondió con el bolsillo. La corrida comenzó y el Banco Central, desorbitado, se tornó en un factor de desestabilización. El estrés duro 15 jornadas. Durante las primeras siete, el Banco Central intervino erráticamente con 5.300 millones de dólares, convalidó una devaluación de 8 por ciento y quiso convencer con solo 300 puntos básicos de suba de tasa. Luego, más desorientado aun, llevó la tasa objetivo al 40 por ciento, dejó de intervenir durante cuatro jornadas, convalidó una devaluación de 4 por ciento y el gobierno terminó pidiendo asistencia al FMI. Insólito. Como era de esperar, el anuncio del FMI provocó el típico efecto estigma y, nuevamente, debieron a inyectar otros 1.200 millones de dólares. Fue recién el lunes 14 que, por primera vez, el BCRA actuó como un Banco Central: colocó una “pared” de 5.000 millones de dólares a 25 pesos en el “offer” y le quitó el oxígeno al ataque especulativo. La corrida se frenó.

En lo que va del año, la mala praxis y la improvisación dejó un saldo negativo de 10.100 millones de dólares en intervenciones cambiarias, una devaluación de 35 por ciento, una tasa anti-pánico del 40 por ciento y al FMI con el nuevo cargo de “súper-ministro”.

Los mercados no son eficientes porque sus operadores no tienen forma de saber cuáles son los precios de equilibrio. Forman expectativas en base a creencias y experiencias pasadas, algunos tienen mejor “olfato” que otros, pero no mucho más. Por ello, como la incertidumbre es una característica intrínseca de la economía, un Banco Central, que no es un operador más, tiene la responsabilidad de imponer su propia convención o creencia sobre el futuro para proveer estabilidad y previsibilidad. Con poder de fuego, capacidad técnica y una regulación apropiada, los bancos centrales no son vulnerables. Sin embargo, de no revertirse la fragilidad financiera externa, las próximas crisis cambiarias podrían tornarse inevitables.

* The New School (Estudiante PhD, Economía).

Original: pagina 12 

3 may 2018

Cuando pase el temblor


Por Fabián Amico y Mariano de Miguel 
 Economistas



Existe la hipótesis generalizada de que la reciente corrida cambiaria en Argentina fue ocasionada por factores externos, particularmente la suba de la tasa de interés norteamericana para los bonos a diez años.

Sin embargo, si se observan sus efectos en otros países de la región se puede comprobar que el shock externo no tuvo efectos muy significativos. En Chile, por ejemplo, el ajuste cambiario fue muy moderado y no requirió ninguna intervención especial del BCC. Es verdad que en Brasil hubo un ajuste del tipo de cambio del 4% en veinte días, pero sin intervenciones de reservas ni otras medidas específicas. En Uruguay, el tipo de cambio nominal venía en caída persistente desde mediados del año pasado y cuando se anunció la suba de tasas en Estados Unidos, el BCU decidió comprar dólares para estimular su suba. Nada parecido a las turbulencias que se desataron en Argentina. Parece más razonable pensar que hay una dominancia de factores internos y, en particular, asociados con la política monetaria y cambiara del Gobierno.

Esos factores internos tienen relación con el funcionamiento del sistema de metas en Argentina y con los vaivenes y torpezas del propio Gobierno (y del BCRA) en la política monetaria y cambiaria.

Existe consenso en la literatura acerca de que no es el impacto de la tasa de interés sobre la demanda agregada lo que permitió controlar la inflación en los países de la región que practicaron el inflation targeting. Ese consenso observa que fue la apreciación del tipo de cambio –el mecanismo de pass-through– el factor principal de desinflación. Los bancos centrales influyen en los diferenciales de tasas de interés (interna-externa netas de riesgo país y de la devaluación esperada) y éstos impactan sobre la dinámica del tipo de cambio (TC) nominal. Así, un diferencial positivo induce el ingreso neto de capitales y lleva a una tendencia a la apreciación de la moneda doméstica.

Este mecanismo tiene dos requisitos fundamentales. Uno, que el flujo de capitales sea elástico al diferencial de rendimientos y, dos, que no existan obstáculos políticos para inducir la suficiente apreciación del tipo de cambio nominal (la primera condición puede estar muy condicionada por la segunda).

Una diferencia crucial de la inflación en Argentina respecto de Chile, Colombia, Perú, México y Brasil es que aquí la incidencia del conflicto distributivo es la más alta en la comparación regional [1]. Por eso, el canal cambiario en Argentina solo afecta una parte de la inflación y eso explica, también, el éxito desinflacionario en los otros países (Chile, Colombia, Perú, México y Brasil). La frase usual (“las metas funcionan cuando la inflación es baja”) podría leerse como: “Las metas funcionan cuando no hay conflicto distributivo”.

Ciertamente, los cambios en la tasa de interés y en el tipo de cambio tienen fuertes efectos distributivos. Por ejemplo, dado un nivel de salario nominal y de precios de transables, la apreciación del TC lleva a un mayor salario real (y una disminución de la rentabilidad media). En muchos de esos países los salarios nominales mostraban un bajo crecimiento o simple estancamiento. De modo que se podía sostener un proceso más amplio de apreciación cambiaria sin afectar la rentabilidad de los transables (y de las empresas en general).

En el caso de Brasil, por ejemplo, ese proceso se tornó más complicado a partir de 2010 (cuando hubo evidencia de una intensificación del conflicto distributivo) mientras en Perú, Colombia y México los salarios nominales fueron la verdadera ancla que permitió los procesos de desinflación. En el caso argentino, en presencia de una elevada resistencia salarial, la apreciación nominal del tipo de cambio disminuye sistemáticamente la rentabilidad de los transables (y si se admite su influencia en el resto de la economía, puede disminuir los márgenes generales de beneficio). Esto permitiría explicar por qué, incluso con gobiernos de sesgo muy diferente, Argentina nunca puede dejar de ajustar el tipo de cambio nominal por detrás de la inflación. Luego, esto impacta negativamente en el diferencial de rendimientos (y quizás también en las expectativas sobre el tipo de cambio futuro).

En presencia de alta resistencia salarial, los empresarios de los sectores transables no pueden trasladar a precios esos mayores costos, pero pueden presionar al Gobierno por devaluaciones cambiarias para intentar recuperar su tasa de beneficio. Esto ciertamente va a generar un proceso inflacionario impulsado por los costos. En los otros países, la apreciación cambiaria fue posible porque el bajo (o nulo) crecimiento del salario nominal permitía “acomodar” la menor inflación con la preservación de los márgenes reales de beneficio.

Este mecanismo que liga al tipo de cambio nominal con la inflación no es puramente económico (ni espontáneo). No proviene de ninguna noción de tipo de cambio real “de equilibrio”. Es un mecanismo que actúa sobre las decisiones de política macroeconómica y que pone en evidencia, una vez más, que la distribución del ingreso está esencialmente gobernada por relaciones de poder imperantes en la sociedad las que, tarde o temprano, influyen decisivamente sobre la política económica.

En este contexto se puede entender mejor el cambio de metas decidido en diciembre pasado por el Gobierno y su impacto sobre las turbulencias actuales. Si el BCRA continuaba con una política de altas tasas de interés, buscando apreciar el TC nominal, eso abría paso a la suba de los salarios reales (como ocurrió en 2017). La inflación se desaceleraría, pero las empresas no podrían evitar la erosión de sus márgenes de beneficio. Si el BCRA disminuía las tasas (como exigía una parte del gabinete), eso provocaría un ritmo mayor de devaluación de la moneda, acelerando la inflación (junto con las tarifas) y produciendo la caída del salario real. Con el endeudamiento externo creciendo vertiginosamente y los reclamos persistentes de amplios sectores empresarios y economistas sobre el supuesto “atraso cambiario”, el Gobierno optó por la reducción de tasas.


Esta reducción perseguía el objetivo de producir una devaluación “administrada” del peso, fijando metas para el salario y abriendo la posibilidad a un mayor endeudamiento relativo (y a menor costo) en moneda doméstica, dadas las dificultades observadas en la colocación de deuda en el exterior. De hecho, el volumen de deuda externa acumulado ya representa un problema para la sostenibilidad externa de largo plazo, cuando uno compara la proyección de los pasivos externos netos versus el único ingreso genuino en dólares, es decir: las exportaciones.

Sin embargo, ¿este empeoramiento de la sostenibilidad de largo plazo es la causa central de las turbulencias de corto plazo? No parece así. Hay países de la región (Colombia y Brasil) que tienen peores indicadores pero no sufren ninguna turbulencia externa ni presiones cambiarias. Argentina parece tener dos rasgos diferentes. Primero, su situación de liquidez de corto plazo parece más frágil. Segundo, Argentina parece tener problemas para atraer capitales y, por esa razón recurrió más al endeudamiento externo público. Sobre estos aspectos clave se montan los persistentes vaivenes del BCRA, que terminan fomentando una tendencia a la dolarización.

Hasta hace un mes, el presidente del BCRA defendía la idea de la flotación pura del TC como un amortiguador (“shock absorber”). Así, cuando “hay ya un shock externo o se reduzca el déficit de cuenta corriente el propio tipo de cambio genera su ajuste y que la economía siga creciendo” (Federico Sturzeneger, 18/3/2018). Pero paralelamente cuando era consultado sobre la popular “bicicleta financiera”, su sostenía que “acá no hay ninguna vaca atada”, argumentando que el retorno en dólares, para un inversor externo, “no lo puede calcular nadie”. Y respecto del “furor” de las Lebac, subrayaba que “los que invirtieron en busca de dólares perdieron, al menos en los últimos meses, significativamente”.

Obviamente, si el retorno en dólares es incierto, eso fomenta la tendencia a la dolarización y hace que se fortalezca la presión cambiaria. Además, existe un trade-off entre “bicicleta financiera” e inflación/nivel de actividad. Es decir: la reducción de la “bicicleta” lleva a más devaluación con caída de los salarios. Si esta tendencia no es compensada, la baja de la tasa de interés lleva a más inflación y menor crecimiento (estanflación).

En conclusión, si bien la suba de la tasa norteamericana puede tener un efecto sobre el diferencial de rendimientos e incluso sobre las expectativas, no parece ser la causa principal de la reciente corrida cambiaria. La fuerte turbulencia tiene razones esencialmente locales. Al conflicto distributivo persistente que influye en la política cambiaria (y que determinó en parte sus vaivenes), se suman las torpezas de la política oficial, como la introducción del impuesto a las tenencias de Lebac para no residentes que disminuyó aún más el diferencial de rendimientos y terminó por detonar la corrida. Así, la política del BCRA termina introduciendo una mayor incertidumbre sobre el diferencial de rendimientos y fortalece la tendencia a la dolarización. Esto implica que, muy probablemente, la presión cambiaria persistirá aún cuando pase el temblor externo.



31 jul 2017

Laissez-faire y miedo a flotar

Frente a la creciente presión cambiaria, el BCRA mostró su “miedo a flotar” y empezó a ubicarse así dentro de la taxonomía de Calvo y Reinhard según la cual la “flotación” es muy (pero muy) “sucia”







Por Fabián Amico Economista y coeditor de Revista Circus


Como es sabido, Federico Sturzenegger defiende las bondades de la flotación pura del tipo de cambio. “El tipo de cambio flotante es bueno porque permite absorber el shock y no se usa como ancla”, decía convencido. El secreto era ser consecuentes. “Acá no tenemos miedo de flotar, sino miedo de no flotar”, decía. La flotación pura sería la demostración palmaria de que el BCRA no convalida una “bicicleta” financiera, ya que la suba del tipo de cambio (resultado de la libre flotación) pondría bajo amenaza las estrategias de carry trade.

¿Por qué el BCRA es renuente a intervenir? Según su visión, el TC tiene un valor de equilibrio hacia el cual debe tender en ausencia de “distorsiones”. Para el BCRA y el Gobierno, una de las principales distorsiones es el déficit fiscal, como explicamos en una nota reciente. Por un camino u otro, el déficit fiscal lleva al tipo de cambio real hacia un “valor de equilibrio” bajo.

En el proceso de eliminación de tales distorsiones, es decir, en la transición hacia su “valor de equilibrio”, el TC puede tener algunos efectos de corto plazo sobre los precios. Pero no puede afectar la tendencia de la inflación, que viene dada por la inflación “core” y que es esencialmente explicada por los “excesos” de demanda y la inercia (es decir, por la historia previa de los shocks de demanda). Básicamente, el tipo de cambio no entra como variable en la curva de Phillips.

Si la meta de inflación es perseguida con convicción, eso sería suficiente para que el TC “encuentre” (vía flotación pura) su valor de equilibrio. Fijarse una meta de tipo de cambio, ya sea en un nivel “competitivo” o un ancla nominal, es redundante. Se supone que los mercados se ocupan de ese asunto mejor que el Gobierno. Si se acepta que en los mercados cambiarios rigen la PPP (purchasing power parity) y la UIP (uncovered interest parity), cuando el BCRA se focaliza exclusivamente en la inflación, el TC converge hacia su nivel “natural” en un escenario en el que la inflación converge hacia su meta. Y todos felices.

¿Todos felices?

El problema aparece cuando la “flotación” se trasforma en un tendencia ascendente y sostenida del TC, como ocurre en estos días. ¿Por qué ocurre esto? En primer lugar, la PPP y la UIP no funcionan, al menos en los plazos relevantes para la política económica. El TC nominal se determina en el mercado como el precio de cualquier activo sujeto a especulación. Así, como no hay un valor de equilibrio hacia el cuál tienda, el rol de las expectativas es fundamental.

¿Cómo se forman esas expectativas? El punto clave es que las expectativas son mayormente adaptativas y siguen de cerca la propia evolución reciente del tipo de cambio. Por ejemplo, si hubo un proceso de devaluación cambiaria nominal, los especuladores tenderán a esperar una mayor tasa de devaluación en el futuro. Consecuentemente, aumentarán su demanda de moneda extranjera a la espera de que su precio suba. Esto profundizará el proceso de devaluación, ya que los oferentes de moneda extranjera subirán su precio y los compradores sólo podrán comprar a un precio más alto. Como resultado, la tendencia efectiva a la devaluación de la moneda puede dar lugar al fortalecimiento de las expectativas de devaluación, interactuando una con otra.

Nótese en este punto que, en la visión del BCRA, la especulación nunca puede generar inestabilidad. “En un mercado liberalizado, los actores racionales realizan lo que se conoce como especulación estabilizadora”, nos instruía el BCRA en enero de este año. La idea (tomada de M. Friedman) sería que el especulador comprará cuando los precios sean “anormalmente bajos” y venderá cuando los precios sean “anormalmente altos”. Pero en el mercado cambiario parece ocurrir lo contrario: cuando el precio es más “alto” (creciente), los especuladores esperan que sea mayor en el futuro y compran (o no venden), haciendo que el precio suba más. Se trata de un proceso básicamente inestable.

Esto permite entender por qué, en el mundo real, con movilidad del capital internacional, simplemente no existe en la práctica un régimen de tipo de cambio flotante “puro”, sin intervención del Banco Central. Las acciones pueden tomar distinta forma. Puede ser una intervención directa en el mercado de divisas para intentar estabilizar el tipo de cambio corriente y así controlar las expectativas sobre su evolución futura, o intervenciones indirectas mediante variaciones en el nivel de las tasas de interés interna para intentar controlar al menos la dirección y la velocidad de ajuste del tipo de cambio nominal.

A comienzos de los 2000, G. Calvo y C. Reinhart encontraron que tras la retórica de “libre flotación” se escondían ciertos hechos estilizados. Primero, países que declaraban tener un sistema de TC flotante, en verdad no eran de libre flotación. Existía una no confesada epidemia de “miedo a flotar”. Segundo, la baja volatilidad del TC era el resultado deliberado de acciones de política tendientes a estabilizar la paridad cambiaria. Tercero, los países no descansan exclusivamente en intervenciones en el mercado cambiario para suavizar las fluctuaciones, sino que el uso de la tasa de interés es un lugar común.

Algunos economistas argumentaron que en la primera década de 2000, las políticas monetarias había reducido el traslado del dólar a precios. Pero, pese a lo que pregona el BCRA, los ajustes del tipo de cambio siguieron siendo un importante factor inflacionario, como muestra un muy interesante estudio econométrico reciente que descompone los factores de la inflación latinoamericana considerando una muestra de 11 países de la región, donde más de la mitad practican metas de inflación.

La brecha del producto, que es el centro del sistema de metas de inflación, no tiene ninguna relevancia en la región y, sin embargo, los factores que producen aceleración de la tasa de inflación fueron todos factores que el BCRA considera no esenciales, como el precio de las materias primas, el conflicto distributivo o el TC

Bicicleta e IPC

A su vez, la flotación libre fue presentada por el BCRA como una prueba de que no habría ningún estímulo al carry trade. Ciertamente, en los años 2000 la mayor parte de las operaciones de carry trade aprovecharon las diferencias en las tasas de interés a corto plazo, utilizando las monedas donde prevalecen bajos rendimientos (como Japón o Estados Unidos) para invertir en los países en desarrollo, donde las tasas son relativamente más altas. Estos diferenciales de interés han mostrado una notable estabilidad debido a la ausencia de un mecanismo endógeno de ajuste de los mercados monetarios.

Los enormes flujos de dinero a corto plazo no reducen la tasa de interés doméstica en el país de destino y no la elevan en el país del cual proviene el funding. Ciertamente, esto va en contra de la teoría establecida, donde la hipótesis de la UIP supone que altas tasas de interés son compensadas por la expectativa de una devaluación. Sin embargo, existe evidencia abrumadora de que los mercados de divisas nunca llegan a tales resultados.

Las entradas netas de capitales han tendido a apreciar las monedas de los países con altas tasas de interés durante períodos prolongados. Esta rigidez de las tasas de interés de corto plazo sólo puede explicarse por la voluntad de los bancos centrales para manejar las tasas de interés de acuerdo con sus objetivos de política. En el caso de los países centrales, la motivación sería sostener bajas tasas de interés por los bajos niveles de crecimiento y de inflación. En los países en desarrollo, el objetivo fue inducir el ingreso de capitales y controlar la inflación doméstica mediante la estabilidad cambiaria resultante.

Quizás el BCRA aprendió aquí una lección (y muchos economistas heterodoxos también): no se puede desalentar el carry trade sin enfrentar al mismo tiempo una mayor presión de demanda en el mercado cambiario y por ende sin alentar una tendencia a la devaluación de la moneda, con sus consecuentes efectos inflacionarios. De modo que con su laissez faire cambiario, el BCRA solo probó que existe un trade off entre la “bicicleta” financiera y la inflación.

Tras el “miedo a flotar” en verdad hay algo más profundo. Con libre movilidad del capital, los mercados podrían tender hacia apreciaciones o devaluaciones sin reversión endógena, es decir, desequilibrios acumulativos que no se detendrían  por sí solos y para lo cual el Banco Central debe hacer algo para estabilizar las expectativas.

Esto es lo que (forzosamente) ocurrió en estos días. Frente a la creciente presión cambiaria, el BCRA reveló su “miedo a flotar”. Empezó a ubicarse así dentro de la taxonomía de Calvo y Reinhard según la cual la “flotación” es muy (pero muy) “sucia” y dejó la flotación “pura” para la retórica. Con la generosa billetera verde del Bapro, Argentina ingresó por ahora en una flotación administrada, simplemente para evitar el impulso inflacionario que proviene del mercado cambiario. Se trata del viejo (y más sano) “miedo a devaluar”. Esta “flotación administrada” podría estar confinada solo al ciclo electoral, dado que la visión básica del BCRA no ha cambiado.

Las incursiones cambiarias del Gobierno (sean a través del BCRA o de los bancos públicos) tiene la función de hecho de enviar una señal de precio al mercado. Sin esta “señalización”, el mercado no sabe muy bien cuál será la tendencia del tipo de cambio, porque simplemente el BCRA se desentiende del asunto. Como no existe un TC “natural” (observable o no), lo natural es que buena parte del mercado diversifique el riesgo en la conformación de sus carteras. Quizás esta sea una de las razones más poderosas para explicar por qué la dolarización sigue siendo un fenómeno persistente en Argentina.

Original: El Economista

4 may 2017

Improvisación en el Banco Central: las consecuencias de la política monetaria del gobierno de Macri




Posteamos un reportaje radial (una estrategia fatal)  a Matías De Lucchi* sobre las políticas del banco central, sus inconsistencias y las incomprensiones de las causalidades en las variables macroeconómicas.  ACA




*Docente en la Maestria de la UNSAM y de la Universidad Nacional de Moreno

24 abr 2017

Movimiento errático


Por Juan Matías De Lucchi  *

El Banco Central ha demostrado improvisación y desconocimiento en sus operaciones de mercado. Por ejemplo, recuérdese cuando en una primera etapa se había trazado el objetivo inútil de controlar la base monetaria. Mientras racionaba adelantos transitorios, al mismo tiempo se veía forzado a inyectar liquidez en el sistema para compensar la caída de los depósitos del Tesoro. La impericia monetarista no solo descuidó la tasa de interés sino que generó un innecesario e inoportuno estrés cambiario a tan solo dos meses de una fuerte devaluación. Cuando el dólar llegó a 16 en la primera semana de marzo, el BCRA pegó el volantazo fijando la tasa de Lebac en 38 por ciento e interviniendo fuerte en el mercado de cambios. Sin dudas, este movimiento errático le adicionó algunos puntos de más a la inflación.  

Un año después, los problemas operativos persisten. Veamos lo ocurrido recientemente. La tasa de Lebac ha operado en la práctica como un “techo” y la tasa de pases pasivos como un “piso” para las fluctuaciones de las tasas interbancarias (el precio mayorista del dinero). El “techo” se daba  porque un banco que necesitaba liquidez podía desarmar su cartera de Lebac a una tasa de descuento menor antes que tomar nuevos fondos a una tasa de interés mayor. Sin embargo, éste corredor implícito comenzó a modificarse cuando se aplicó formalmente el sistema de metas de inflación a comienzo de año. Desde entonces, el BCRA mantenía constante su “tasa de referencia” (el centro del corredor de pases a 7 días) mientras bajaba pasivamente la tasa de Lebac (cometiendo un error similar al de enero-febrero de 2016). Así, lo que había sido un “techo” se transformó en un nuevo “piso”. De esta manera, en un contexto de amplia liquidez, el BCRA perdió virtualmente el control de la tasa de interés cuando las tasas de mercado cayeron por debajo de su objetivo. Como si fuera poco, por otro lado, redujeron los requerimientos de encajes bancarios con el objetivo de inducir una suba de las tasas de plazos fijos cuando la experiencia sugiere precisamente lo contrario (dado que los encajes actúan como costos). El nuevo volantazo se dio esta vez cuando el BCRA salió decididamente a vender Lebac en el mercado secundario para subir las tasas que luego se plasmaron también en el mercado primario.

 De todas formas,  más allá de los tecnicismos, las inconsistencias teóricas preocupan más. El Banco Central, creado por Raúl Prebisch, “no entiende” la diferencia entre inflación de costos y de demanda. Así, sigue confiado en que fijando la tasa de interés real en el nivel de la inobservable tasa “natural” (4-5 por ciento, según afirman) la inflación bajará. Sin embargo, las experiencias regionales de metas de inflación han operado a través de un canal diferente al postulado por teoría convencional. No se trataba de regular los excesos de demanda agregada con la tasa de interés real, sino de inducir los flujos de capitales y el dólar con la tasa de interés nominal. Fue a través de los mercados financieros que los bancos centrales controlaron la inflación. 

No obstante, parece difícil que la experiencia argentina pueda replicar aquel proceso. Por un lado, sin la política monetaria “no convencional” de la Fed no es razonable suponer un debilitamiento estructural del dólar. Por el otro, con una tasa de inflación mensual de 2 por ciento es difícil imaginar un dólar cayendo mas allá de la coyuntura de muy corto plazo (mucho menos después del reciente anuncio de llevar las reservas al 15 por ciento del PIB).  

En otras palabras, como el tipo de cambio nominal no puede ser apreciado persistentemente con el objetivo de contrarrestar la presión inflacionaria, sino al menos, evitar que suba para que no se torne en sí mismo una fuente adicional, los aumentos en el costo del financiamiento (o simplemente, costo de oportunidad) pueden eventualmente trasladarse a precios además de afectar aún mas el consumo.  

* Magister en Economía (UFRJ), docente en UNM y MDE-Unsam.

original: pagina 12

15 abr 2016

Pateando la escalera también: Los bancos centrales en perspectiva histórica


Posteamos un trabajo de Matias Vernengo, publicado en español en Circus 6 y en Naked Keynesianism en inglés  que trata sobre los usos de los Bancos Centrales historicamente, ora para el desarrollo en los países centrales, ora para evitarlo en la periferia.









por Matías Vernengo


Resumen:
De un punto de vista histórico, los bancos centrales han tenido diferentes objetivos y usado instrumentos de política monetaria múltiples. Los primeros bancos centrales en el siglo XVII fueron instrumentos de la naciente burguesía mercantil europea para promover el desarrollo y la industrialización. Solo en el siglo XIX, cuando el proceso de desarrollo en el centro se encontraba avanzado fue que los bancos centrales pasaron a ser vistos como guardianes del valor de la moneda. En la periferia los bancos centrales fueron tardíos. Primero, las cajas de conversión funcionaron como instrumentos de la integración con el centro, pero a partir de la crisis de los años 30 los recién creados bancos centrales tuvieron mayor papel en el desarrollo nacional. Con la crisis de la deuda y la consolidación del proyecto neoliberal, los bancos centrales independientes que implementan metas de inflación pasaron a ser vistos como el ideal a ser seguido. Los diferentes papeles de los bancos centrales están en última instancia relacionados a diferentes proyectos de desarrollo, y modos de integrarse a la economía global. En los países avanzados los bancos centrales fueron una de las instituciones que se usaron para la promoción del desarrollo nacional, pero una vez que el objetivo de la industrialización fue alcanzado, "patearon la escalera‟ para no permitir que los países periféricos utilizaran los mismos instrumentos y políticas de desarrollo. No hay un banco central adecuado para todos los países en todas las circunstancias históricas.

para leer el paper ACA

10 oct 2012

El BCRA y la inflación

El debate sobre el financiamiento al sector público.
“La impresión de dinero no es un instrumento de política. Es sólo un siervo de estas políticas, al igual que la papelería utilizada en las distintas oficinas del gobierno”
(Abba Lerner, 1944)

El cambio en el mandato del Banco Central, incorporando un objetivo de empleo y desarrollo además de inflación, amplió significativamente el financiamiento al Tesoro y alentó los temores de que una mayor “monetización” del déficit fiscal acelere la inflación. Se argumenta que la monetización de los déficit llevó al país a la hiperinflación de 1989-1990.
En la visión convencional, hay una relación bastante directa desde los déficit fiscales a los externos (la hipótesis de los déficit gemelos). Por ende, la reducción del déficit fiscal permitiría bajar la inflación y disminuir la presión sobre el sector externo. El ejemplo paradigmático sería la hiperinflación de 1989-90. En aquellos años, sin embargo, el Gobierno no podía expandir la demanda interna por la operación práctica de la restricción externa. El crecimiento sólo podía descansar en las exportaciones. Las grandes devaluaciones eran el recurso obligado, pero implicaban caída del salario real. Dada la alta “resistencia salarial” se producía una fuerte espiral tipo de cambio-precios–salarios hasta la hiperinflación. Marcelo Diamand llamó a esto “inflación cambiaria”. Se lograba alguna mejora en las exportaciones al costo de acelerar la inflación y dañar el crecimiento. Fue la década del estancamiento “liderado por exportaciones”.
La explicación anterior no requiere ningún rol causal de la “emisión monetaria” ni del déficit fiscal. Como señaló hace años Julio H. Olivera, la cantidad de moneda no está al inicio de la cadena causal de la inflación; no tiene un carácter autónomo y es una variable inducida por la acción de factores no monetarios. Incluso el llamado “nuevo consenso macroeconómico” considera que el dinero es endógeno y que la variable de política relevante es la tasa de interés. Pero la Argentina atrasa. Aquí lo usual es que los economistas vinculen la mayor inflación con más altos niveles de emisión, invirtiendo la realidad. La alta correlación entre precios y dinero debe ser vista con cuidado. En 1970, James Tobin usó la expresión latina “post hoc ergo propter hoc” para indicar una correlación espuria o causalidad falsa. La falacia es asumir que si un evento sucede después de otro, el segundo es consecuencia del primero. En la visión convencional los precios aumentan porque aumenta la cantidad de dinero. El razonamiento es así: como el gallo siempre canta antes de la salida del sol, entonces el canto del gallo provoca la salida del Sol. Parece un chiste, pero esta es la base empírica por la cual la cantidad de dinero tendría el misterioso atributo de “provocar” inflación.
Historia reciente
La relación empírica entre déficit fiscal e inflación, en cambio, dista mucho de estar sólidamente establecida. En el caso argentino, entre 1961 y 2004 se registraron 35 años con déficit fiscal primario y sólo 9 años con superávit primario (6 en la convertibilidad y 3 después del 2002). Pero la correlación entre déficit fiscal e inflación, sin embargo, es prácticamente inexistente (-0.148). En los ’80, los intentos por reducir el déficit fiscal agravaban las cosas porque la recesión derrumbaba los ingresos y producía déficit fiscal endógenamente. Además, por el efecto Olivera-Tanzi el gasto público corriente aumentaba con la inflación, pero la recaudación (al demorarse su cobro) perdía parte de su valor real. Por ende, la crisis fiscal no es causa sino consecuencia de la crisis externa y de la inflación (esto evidencia la escasa solidez de la noción de impuesto inflacionario según la cual el Gobierno siempre se beneficiaría de la inflación). Por ende, no es posible estabilizar la economía sin estabilizar el tipo de cambio.
Al revés del monetarismo, no es la inflación sino la devaluación la que está al inicio de la cadena causal, la que a su vez genera inflación y crea la emisión monetaria endógenamente. De hecho, Domingo Cavallo tomó el recaudo de adoptar medidas para afectar realmente la tasa de inflación (más desempleo, flexibilidad laboral, control salarial, ancla cambiaria, apertura importadora, etcétera), aunque envueltas en una retórica de ortodoxia fiscal y monetaria. Además, el mayor financiamiento externo permitió sostener el ancla cambiaria. Como decía Voltaire, se puede matar a un rebaño de ovejas con fórmulas mágicas si después uno agrega un poco de arsénico.
En estos mecanismos reales reside el secreto del éxito antiinflacionario de la convertibilidad (y no en la “independencia” del BCRA o en el fin de la “discrecionalidad” fiscal). Ciertamente, una respuesta posible al conflicto distributivo es contraer la demanda agregada de modo que el desempleo resultante “acomode” las expectativas de ingresos de trabajadores y empresarios en línea con la renta disponible real. Este método se practicó en la Argentina desde comienzos de los años ‘90 hasta 2002.
Un modo de lidiar con el desempleo en un marco de restricción externa es reformulando el enfoque de las finanzas funcionales postulado por Abba Lerner en los años cuarenta. Lerner rechazaba la política de “finanzas sanas” del equilibrio presupuestario como principio y se focalizaba en cómo la política fiscal (deficitaria o no) funcionaba en términos del conjunto de la economía. El propósito de Lerner era mostrar que el impacto de la política fiscal sería beneficioso en el nivel de producción y empleo, independientemente de si aumenta o disminuye el déficit fiscal. Lerner buscó, sobre todo, demostrar que no había impedimento (fiscal o contable) para el intento del Estado de reducir el desempleo. Sostuvo que la teoría de las “finanzas sanas” sólo sería “funcional” si los supuestos ortodoxos fueran válidos (como la tendencia rápida y automática al pleno empleo o a su tasa “natural”).
Lerner creía que las políticas debían juzgarse en base a cómo “funcionan” en la economía en su conjunto, más allá del resultado fiscal. El Estado tiene el poder de fijar los impuestos y de decir en qué moneda aceptará su pago. Así, genera la demanda por el dinero que emite. La fijación de tributos no es, para Lerner, una operación estrictamente de “financiamiento” del gasto (el dinero es “una criatura del Estado”), sino un modo de manejar el nivel de liquidez de la economía. Análogamente, la emisión de bonos del gobierno no es una operación de financiamiento, sino que su propósito básico es regular la tasa de interés.
La emisión o impresión de dinero en sí misma, por ende, no tiene ningún impacto en la economía y no constituye una operación independiente de política: sólo cuando el dinero se gasta en bienes, o es prestado a través de la emisión de bonos, habrá un impacto económico. Este enfoque no debe identificarse necesariamente con los grandes déficit fiscales. De hecho, Trygbe Haavelmo demostró que la política fiscal puede ser expansiva aún con presupuesto equilibrado.
Ciertamente, en países en desarrollo no basta con este principio: el objetivo no puede limitarse a la reducción del desempleo mediante la política fiscal, sino que hay que generar condiciones para que la baja del desempleo sea factible en el largo plazo en términos de la restricción externa. En suma, las finanzas funcionales requieren aquí de instrumentos adicionales.
Restricción externa
Así, si la causa principal de la inflación han sido las crisis de balanza de pagos, entonces la estabilidad de precios requiere una solución estructural para las crisis externas. Un objetivo central es regenerar la capacidad del Gobierno para controlar la presión cambiaria y atenuar el impacto inflacionario de las devaluaciones. También es necesario que, al menos, el crecimiento de las exportaciones se mantenga en línea con el crecimiento de las importaciones. Y sobre todo, si se quiere mantener una alta tasa de crecimiento, es necesario que el gobierno invierta suficientes recursos en infraestructura para que el crecimiento no enfrente fuertes cuellos de botella.
En este contexto, finalmente, el Banco Central puede y debe convertirse en el agente financiero del gobierno cooperando en la tarea de inducir los cambios estructurales necesarios, promoviendo y financiando las políticas de sustitución de importaciones, de inversión en modernización de la infraestructura y de diversificación de las exportaciones. De este modo, con la remoción de la restricción externa al crecimiento, el Banco Central tendrá la capacidad real para controlar la presión cambiaria, poniendo en caja uno de los principales factores inflacionarios de las últimas décadas en la Argentina.

Original: El Economista