El viejo Almacén. BsAs

Surplus Approach

“Es necesario volver a la economía política de los Fisiócratas, Smith, Ricardo y Marx. Y uno debe proceder en dos direcciones: i) purgar la teoría de todas las dificultades e incongruencias que los economistas clásicos (y Marx) no fueron capaces de superar, y, ii) seguir y desarrollar la relevante y verdadera teoría económica como se vino desarrollando desde “Petty, Cantillón, los Fisiócratas, Smith, Ricardo, Marx”. Este natural y consistente flujo de ideas ha sido repentinamente interrumpido y enterrado debajo de todo, invadido, sumergido y arrasado con la fuerza de una ola marina de economía marginal. Debe ser rescatada."
Luigi Pasinetti


ISSN 1853-0419

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13 jul 2016

Desmadre y Costos

 Por Claudio Scaletta




Cruzar números siempre resulta tedioso para el lector, pero si se quiere comprender el desmadre tarifario generado por la Alianza PRO es necesario detenerse en unos pocos indicadores. El principal es el costo de producción del gas. Un trabajo reciente del investigador de la Fundación Bariloche Nicolás Di Sbroiavacca, mostró sobre la base de los balances presentados a la SEC estadounidense por YPF, que el costo de producción promedio del millón de BTU de gas es de 1,9 dólares. El precio internacional que habitualmente se toma como referencia, el Henry Hub, cotizaba la semana pasada a 2,8 dólares, pero se trata del resultado de un fuerte repunte iniciado a fines de mayo, cuando tocó un piso de 1,8 dólares, casualmente el mismo valor que tenía dos meses antes, a fines de marzo, cuando el ministro de Energía, Juan José Aranguren, decidió el tarifazo a los consumidores del fluido y, en el mismo acto administrativo, llevó de poco más de 2 dólares a casi 5 dólares el precio que recibían las gasíferas. El argumento de este aumento, incentivar las inversiones para lograr el autoabastecimiento, no es real, pues ya existía un valor de 7,5 dólares el millón de BTU para el “gas nuevo”, es decir, para el que se demostraba provenía de nuevas inversiones.

Dejando de lado los números finos, se trató de la duplicación del precio recibido por las empresas, una transferencia a las petroleras por alrededor de 3000 millones de dólares. Pero hay que ser cuidadosos con la cifra, porque las distintas consultoras y especialistas muestran una dispersión bastante amplia del número, desde quienes hablan de mayores ingresos por 2800 millones hasta quienes afirman que son 3500 millones. La dispersión, sin embargo, no cambia las conclusiones: Por el gas entregado al sistema de transporte (boca de pozo) las gasíferas pasarán de facturar menos de 4000 a casi 7000 millones de dólares anuales. Luego, si se toma como referencia el costo de producción de YPF, reciben casi 5 dólares por la unidad que les cuesta 1,9 producir, todo sin meterse en los vericuetos de las variaciones del precio internacional de referencia, ya que el fluido no es estrictamente una commodity.

La síntesis de estos números no demanda grandes abstracciones: el tarifazo del gas empezó con una transferencia a las gasíferas por alrededor de 3000 millones de dólares anuales. Un pase de manos gigantesco que el macrismo ni siquiera consideró necesario justificar más allá de algún balbuceo sobre las inversiones y que, a pesar de la reacción social provocada por las nuevas tarifas, continúa manteniéndose fuera de la discusión.

Esta transferencia no puede ser tratada como un derecho adquirido e inalienable de las petroleras. Por el contrario, debe ser el primer paso a sincerar y retroceder para la normalización tarifaria y un punto que seguramente ocupará un lugar central en las futuras audiencias públicas. Como destacaron desde el Instituto de Energía Scalabrini Ortiz (IESO), el “precio del gas al ingreso del sistema de transporte” o PIST representa entre el 65 y el 80 por ciento del valor de la factura que reciben los distintos segmentos de usuarios. El resto corresponde al transporte y distribución.

Sobre estos antecedentes, resulta por lo menos llamativo que en el nuevo planeta CEO que administra el Estado haciendo alarde de planillas de Excel, nadie hable de los costos de la producción que las nuevas tarifas vendrían a subsanar. Una respuesta posible es que desarmar la facturación lleva directamente a las transferencias a las petroleras.

A su vez, la negación del dato central provoca que en el discurso público ya no se sepa si los objetivos son presupuestarios, ecológicos, de austeridad franciscana o todo junto. De “la mentira de la herencia K” que engañó a la población diciéndole que era posible consumir energía sin mayores preocupaciones, se salta directamente a sujetos individualistas y derrochadores que, en plena Patagonia, andan “en remera y con las ventanas abiertas”, según el ministro Rogelio Frigerio. O peor, también en remera pero “en patas” en las grandes urbes de clima templado, según la versión del hijo de Franco Macri. La incursión en la vida privada por parte de los restauradores del neoliberalismo no deja de ser un dato de color, aunque no tan desopilante como la intervención del jefe de Gabinete Marcos Peña sobre “las inundaciones y todo eso” originadas por el daño ecológico planetario de tener la estufa encendida.

Queda el detalle de la calidad de la política económica. El que se vendió como “el mejor equipo de los últimos 50 años” reconoce públicamente que avanza con la improvisada técnica del ensayo y error. El propio ministro de Energía afirmó no haber medido los impactos sociales de sus decisiones, sinceridad que supera cualquier anécdota. La presunta candidez sería tolerable si no entrañase sufrimiento social concreto, desde recortes del ingreso disponible de los trabajadores, cierre de empresas y desempleo hasta simplemente pasar frío. Lo menos que se le puede exigir a un hacedor de políticas públicas es conocer las relaciones causa-efecto de sus medidas y haber estudiado in extenso el tema sobre el que decide. Que un integrante del Poder Ejecutivo sostenga alegremente que está aprendiendo sobre la marcha es una afrenta a los votantes y una responsabilidad presidencial.

Lo avanzado hasta el presente, con reacción social y judicial incluida, más los anuncios de anteayer con topes del 400 y 500 por ciento adicionales sobre boletas anteriores, representa un verdadero pastiche. Si lo que se buscaba con el ajuste tarifario era eliminar subsidios, algo que podría ser comprensible y necesario en muchos casos, no se entiende por qué se duplicaron alegremente los costos del gas pagados a las petroleras y, en consecuencia, continúan los subsidios a pesar de los mayores costos para los consumidores. Tampoco se entiende la necesidad de garantizar una ganancia del 150 por ciento sobre los costos de producción. Y si de lo que se trataba era de “sincerar” los valores de la energía alineándolos con los internacionales, ignorando costos internos, tampoco se entiende por qué, como reseña el citado informe de la Fundación Bariloche, en la Argentina las empresas gasíferas pasaron a cobrar 2,5 veces más de lo que reciben en países como Canadá, donde cobran 2 dólares el millón de BTU. Luego, si el objetivo contra viento y marea era multiplicar pagos a las empresas y eliminar completamente subsidios, no se entiende por qué no se aprovecharon los bajos precios internacionales para producir una transición más gradual en vez de contribuir al shock económico. Finalmente, si de los que se trataba era de aumentar la producción para reducir importaciones, lo menos que podría haberse exigido desde el poder del Estado, a cambio de la graciosa transferencia de 3000 millones de dólares por año, eran compromisos de inversión firmados por las empresas beneficiarias.

Original: Pagina 12

24 may 2015

“Populismo energético”


 Por Claudio Scaletta

Los subsidios universales siempre acarrean alguna injusticia. Precisamente por su carácter universal, suelen llegar marginalmente a quienes no deberían recibirlos. Las desviaciones indignan con facilidad y son una excusa para atacar al todo, una treta conocida del neoliberalismo aquí y en el mundo. Ejemplo típico: “Los subsidios permiten que en los countries calefaccionen las piletas”. Sin embargo, los subsidios a la energía, que de ellos se habla, no son una idea siniestra de funcionarios ricos para bajar los costos de los servicios en barrios exclusivos, sino algo muy distinto. Sus efectos económicos son dobles. Para las empresas, la energía barata mejora la ecuación de costos, y por lo tanto la competitividad, y para las familias liberan recursos que, generalmente, retroalimentan el consumo. Los efectos macroeconómicos combinados son evidentes. La contracara es que a partir de determinado nivel, en función del volumen de producción y el nivel de demanda, pueden ser deficitarios para el erario. En tanto el déficit sea en moneda local no es un problema mayor, pues una de las tareas del Estado es inyectar recursos al sistema económico. No cualquier déficit es malo por definición. Las dificultades aparecen cuando, como en el presente, el déficit también se vuelve externo. La decisión política de subsidiar la producción y el consumo de energía apuntaló el crecimiento durante una década, funcionó como mecanismo de redistribución de la renta energética, pero también comenzó a generar “indirectamente” un desbalance en divisas, lo que demandó correcciones; un proceso que ya está en marcha. Vale destacar que este déficit externo no fue una consecuencia directa de la política de subsidios, sino de otras áreas más dudosas de la política energética.

Para el neoliberalismo, en cambio, el problema es siempre contable y pasa en todo contexto por reducir el gasto bajo el objetivo mayor de tener un Estado con menor peso en el PIB y en las decisiones de producción. La demanda perentoria, entonces, es eliminar todos los subsidios, pero la argumentación no es siempre inmediatamente tosca. Si se rompe el corralito y se recorren sus papers, pueden encontrarse algunos razonamientos asombrosos. En su reciente Documento de Trabajo N122: “Subsidios a la energía, devaluación y precios”, la ultraliberal FIEL recopila visiones y realiza algunos cálculos que vale la pena repasar. Allí se lee, por ejemplo, que “en particular en economías en desarrollo” los subsidios a la energía provocan transferencias en favor de “empresas capital intensivas en países desarrollados” a la vez que “afectan negativamente el crecimiento y el empleo, implican transferencias regresivas y retardan el movimiento hacia bajas emisiones de gases de efecto invernadero”. Nótese que la crítica entraña una suerte de neoprogresismo liberal preocupado ahora tanto por las transferencias hacia los países centrales, como por la distribución del ingreso y el daño ambiental.
A la hora de argumentar no parece haber prejuicios. ¿Duran Barba estará asesorando a FIEL? No tanto, los efectos citados serían el resultado de un mal extendido en muchos países latinoamericanos y en Argentina en particular: el “populismo energético”. La idea se basa en una analogía primordial: el consumidor de energía como votante. Las transferencias al consumidor-votante mejoran instantáneamente su bienestar ganando su voluntad, pero son insostenibles en el largo plazo; la raíz misma del populismo. Ello es por una doble razón, porque conducen al déficit presupuestario y porque serían parcialmente pagados por las empresas proveedoras, caso que presupone tarifas por debajo o cercanas a los costos, lo que traslada las inversiones de reposición hacia el futuro y acumula desequilibrios finalmente carísimos. Como en todo proceso de ajuste de mercados particulares, el embate sólo es resistido por las firmas tradicionales y con más espaldas. Las consecuencias macroeconómicas, en tanto, son todas las derivables de los déficit provocados. Se regresa así al mundo conocido y a las bibliotecas separadas.

Superada la argumentación, el trabajo de FIEL avanza con los números, mejor dicho “el número”. En economía hay múltiples situaciones en las que es más fácil entrar que salir. Así como subsidiar bajó costos y aumentó el ingreso disponible, dejar de hacerlo provoca el efecto contrario, tiene costos económicos y sociales en términos de aumentos de precios y caída del consumo energético. Luego de unas 30 páginas de supuestos, parámetros y ecuaciones, el trabajo de FIEL llega finalmente a un número-conclusión, que bien podría ser otro alterando cualquiera de los supuestos empleados, pero un número al fin: ajustar las tarifas para eliminar el déficit generado por los subsidios energéticos en las cuentas públicas provocaría alrededor de 11 puntos de inflación. Aunque esperable, el resultado preocupa al autor: “El argumento de que el efecto de estabilización fiscal de una reducción de subsidios va a dominar en el corto plazo no se verifica”. Pero no es sólo la inflación, sino también la caída del consumo inherente a los mayores precios. En palabras de FIEL: “Este resultado es sensible a algunos efectos, como el tamaño de reducción del consumo luego del aumento de precios”. El escenario podría complicarse todavía más en caso de una (segura) devaluación, caso en que los precios de los servicios deberían subir más que proporcionalmente, y el consecuente ajuste de salarios. La sumatoria podría llevar directamente a “un shock inflacionario” que demandaría “una operación de estabilización fiscal más amplia para controlar la inflación que concentrarse sólo en eliminar los subsidios a la energía”. No se puede negar la honestidad intelectual. Más cuando el autor no es ningún Talibán y sugiere opciones intermedias, como la posibilidad de una reforma gradual que arbitre “mecanismos de ajuste que suavicen los aumentos en el corto plazo hasta tanto se consolide una estabilización más definida”.

La síntesis del trabajo de FIEL oscila así entre la esterilidad epistemológica y el rocanrol de fogón: 30 páginas de ecuaciones para decir cualitativamente lo que cabe en media carilla y cantar una que ya sabían todos.

original: Cash