El debate sobre el financiamiento al sector público.
“La impresión de dinero no es un
instrumento de política. Es sólo un siervo de estas políticas, al igual
que la papelería utilizada en las distintas oficinas del gobierno”
(Abba Lerner, 1944)
El cambio en el mandato del Banco Central, incorporando un objetivo de empleo y desarrollo además de inflación, amplió significativamente el financiamiento al Tesoro y alentó los temores de que una mayor “monetización” del déficit fiscal acelere la inflación. Se argumenta que la monetización de los déficit llevó al país a la hiperinflación de 1989-1990.
En la visión convencional, hay una relación bastante directa desde los déficit fiscales a los externos (la hipótesis de los déficit gemelos). Por ende, la reducción del déficit fiscal permitiría bajar la inflación y disminuir la presión sobre el sector externo. El ejemplo paradigmático sería la hiperinflación de 1989-90. En aquellos años, sin embargo, el Gobierno no podía expandir la demanda interna por la operación práctica de la restricción externa. El crecimiento sólo podía descansar en las exportaciones. Las grandes devaluaciones eran el recurso obligado, pero implicaban caída del salario real. Dada la alta “resistencia salarial” se producía una fuerte espiral tipo de cambio-precios–salarios hasta la hiperinflación. Marcelo Diamand llamó a esto “inflación cambiaria”. Se lograba alguna mejora en las exportaciones al costo de acelerar la inflación y dañar el crecimiento. Fue la década del estancamiento “liderado por exportaciones”.
La explicación anterior no requiere ningún rol causal de la “emisión monetaria” ni del déficit fiscal. Como señaló hace años Julio H. Olivera, la cantidad de moneda no está al inicio de la cadena causal de la inflación; no tiene un carácter autónomo y es una variable inducida por la acción de factores no monetarios. Incluso el llamado “nuevo consenso macroeconómico” considera que el dinero es endógeno y que la variable de política relevante es la tasa de interés. Pero la Argentina atrasa. Aquí lo usual es que los economistas vinculen la mayor inflación con más altos niveles de emisión, invirtiendo la realidad. La alta correlación entre precios y dinero debe ser vista con cuidado. En 1970, James Tobin usó la expresión latina “post hoc ergo propter hoc” para indicar una correlación espuria o causalidad falsa. La falacia es asumir que si un evento sucede después de otro, el segundo es consecuencia del primero. En la visión convencional los precios aumentan porque aumenta la cantidad de dinero. El razonamiento es así: como el gallo siempre canta antes de la salida del sol, entonces el canto del gallo provoca la salida del Sol. Parece un chiste, pero esta es la base empírica por la cual la cantidad de dinero tendría el misterioso atributo de “provocar” inflación.
Historia reciente
La relación empírica entre déficit fiscal e inflación, en cambio, dista mucho de estar sólidamente establecida. En el caso argentino, entre 1961 y 2004 se registraron 35 años con déficit fiscal primario y sólo 9 años con superávit primario (6 en la convertibilidad y 3 después del 2002). Pero la correlación entre déficit fiscal e inflación, sin embargo, es prácticamente inexistente (-0.148). En los ’80, los intentos por reducir el déficit fiscal agravaban las cosas porque la recesión derrumbaba los ingresos y producía déficit fiscal endógenamente. Además, por el efecto Olivera-Tanzi el gasto público corriente aumentaba con la inflación, pero la recaudación (al demorarse su cobro) perdía parte de su valor real. Por ende, la crisis fiscal no es causa sino consecuencia de la crisis externa y de la inflación (esto evidencia la escasa solidez de la noción de impuesto inflacionario según la cual el Gobierno siempre se beneficiaría de la inflación). Por ende, no es posible estabilizar la economía sin estabilizar el tipo de cambio.
Al revés del monetarismo, no es la inflación sino la devaluación la que está al inicio de la cadena causal, la que a su vez genera inflación y crea la emisión monetaria endógenamente. De hecho, Domingo Cavallo tomó el recaudo de adoptar medidas para afectar realmente la tasa de inflación (más desempleo, flexibilidad laboral, control salarial, ancla cambiaria, apertura importadora, etcétera), aunque envueltas en una retórica de ortodoxia fiscal y monetaria. Además, el mayor financiamiento externo permitió sostener el ancla cambiaria. Como decía Voltaire, se puede matar a un rebaño de ovejas con fórmulas mágicas si después uno agrega un poco de arsénico.
En estos mecanismos reales reside el secreto del éxito antiinflacionario de la convertibilidad (y no en la “independencia” del BCRA o en el fin de la “discrecionalidad” fiscal). Ciertamente, una respuesta posible al conflicto distributivo es contraer la demanda agregada de modo que el desempleo resultante “acomode” las expectativas de ingresos de trabajadores y empresarios en línea con la renta disponible real. Este método se practicó en la Argentina desde comienzos de los años ‘90 hasta 2002.
Un modo de lidiar con el desempleo en un marco de restricción externa es reformulando el enfoque de las finanzas funcionales postulado por Abba Lerner en los años cuarenta. Lerner rechazaba la política de “finanzas sanas” del equilibrio presupuestario como principio y se focalizaba en cómo la política fiscal (deficitaria o no) funcionaba en términos del conjunto de la economía. El propósito de Lerner era mostrar que el impacto de la política fiscal sería beneficioso en el nivel de producción y empleo, independientemente de si aumenta o disminuye el déficit fiscal. Lerner buscó, sobre todo, demostrar que no había impedimento (fiscal o contable) para el intento del Estado de reducir el desempleo. Sostuvo que la teoría de las “finanzas sanas” sólo sería “funcional” si los supuestos ortodoxos fueran válidos (como la tendencia rápida y automática al pleno empleo o a su tasa “natural”).
Lerner creía que las políticas debían juzgarse en base a cómo “funcionan” en la economía en su conjunto, más allá del resultado fiscal. El Estado tiene el poder de fijar los impuestos y de decir en qué moneda aceptará su pago. Así, genera la demanda por el dinero que emite. La fijación de tributos no es, para Lerner, una operación estrictamente de “financiamiento” del gasto (el dinero es “una criatura del Estado”), sino un modo de manejar el nivel de liquidez de la economía. Análogamente, la emisión de bonos del gobierno no es una operación de financiamiento, sino que su propósito básico es regular la tasa de interés.
La emisión o impresión de dinero en sí misma, por ende, no tiene ningún impacto en la economía y no constituye una operación independiente de política: sólo cuando el dinero se gasta en bienes, o es prestado a través de la emisión de bonos, habrá un impacto económico. Este enfoque no debe identificarse necesariamente con los grandes déficit fiscales. De hecho, Trygbe Haavelmo demostró que la política fiscal puede ser expansiva aún con presupuesto equilibrado.
Ciertamente, en países en desarrollo no basta con este principio: el objetivo no puede limitarse a la reducción del desempleo mediante la política fiscal, sino que hay que generar condiciones para que la baja del desempleo sea factible en el largo plazo en términos de la restricción externa. En suma, las finanzas funcionales requieren aquí de instrumentos adicionales.
Restricción externa
Así, si la causa principal de la inflación han sido las crisis de balanza de pagos, entonces la estabilidad de precios requiere una solución estructural para las crisis externas. Un objetivo central es regenerar la capacidad del Gobierno para controlar la presión cambiaria y atenuar el impacto inflacionario de las devaluaciones. También es necesario que, al menos, el crecimiento de las exportaciones se mantenga en línea con el crecimiento de las importaciones. Y sobre todo, si se quiere mantener una alta tasa de crecimiento, es necesario que el gobierno invierta suficientes recursos en infraestructura para que el crecimiento no enfrente fuertes cuellos de botella.
En este contexto, finalmente, el Banco Central puede y debe convertirse en el agente financiero del gobierno cooperando en la tarea de inducir los cambios estructurales necesarios, promoviendo y financiando las políticas de sustitución de importaciones, de inversión en modernización de la infraestructura y de diversificación de las exportaciones. De este modo, con la remoción de la restricción externa al crecimiento, el Banco Central tendrá la capacidad real para controlar la presión cambiaria, poniendo en caja uno de los principales factores inflacionarios de las últimas décadas en la Argentina.
Original: El Economista
No hay comentarios:
Publicar un comentario