Por Fabián Amico y Mariano de Miguel
Economistas
Existe la hipótesis generalizada de que la reciente corrida cambiaria
en Argentina fue ocasionada por factores externos, particularmente la
suba de la tasa de interés norteamericana para los bonos a diez años.
Sin embargo, si se observan sus efectos en otros países de la región
se puede comprobar que el shock externo no tuvo efectos muy
significativos. En Chile, por ejemplo, el ajuste cambiario fue muy
moderado y no requirió ninguna intervención especial del BCC. Es verdad
que en Brasil hubo un ajuste del tipo de cambio del 4% en veinte días,
pero sin intervenciones de reservas ni otras medidas específicas. En
Uruguay, el tipo de cambio nominal venía en caída persistente desde
mediados del año pasado y cuando se anunció la suba de tasas en Estados
Unidos, el BCU decidió comprar dólares para estimular su suba. Nada
parecido a las turbulencias que se desataron en Argentina. Parece más
razonable pensar que hay una dominancia de factores internos y, en
particular, asociados con la política monetaria y cambiara del Gobierno.
Esos factores internos tienen relación con el funcionamiento del
sistema de metas en Argentina y con los vaivenes y torpezas del propio
Gobierno (y del BCRA) en la política monetaria y cambiaria.
Existe consenso en la literatura acerca de que no es el impacto de la
tasa de interés sobre la demanda agregada lo que permitió controlar la
inflación en los países de la región que practicaron el inflation
targeting. Ese consenso observa que fue la apreciación del tipo de
cambio –el mecanismo de pass-through– el factor principal de
desinflación. Los bancos centrales influyen en los diferenciales de
tasas de interés (interna-externa netas de riesgo país y de la
devaluación esperada) y éstos impactan sobre la dinámica del tipo de
cambio (TC) nominal. Así, un diferencial positivo induce el ingreso neto
de capitales y lleva a una tendencia a la apreciación de la moneda
doméstica.
Este mecanismo tiene dos requisitos fundamentales. Uno, que el flujo
de capitales sea elástico al diferencial de rendimientos y, dos, que no
existan obstáculos políticos para inducir la suficiente apreciación del
tipo de cambio nominal (la primera condición puede estar muy
condicionada por la segunda).
Una diferencia crucial de la inflación en Argentina respecto de
Chile, Colombia, Perú, México y Brasil es que aquí la incidencia del
conflicto distributivo es la más alta en la comparación regional [1].
Por eso, el canal cambiario en Argentina solo afecta una parte de la
inflación y eso explica, también, el éxito desinflacionario en los otros
países (Chile, Colombia, Perú, México y Brasil). La frase usual (“las
metas funcionan cuando la inflación es baja”) podría leerse como: “Las
metas funcionan cuando no hay conflicto distributivo”.
Ciertamente, los cambios en la tasa de interés y en el tipo de cambio
tienen fuertes efectos distributivos. Por ejemplo, dado un nivel de
salario nominal y de precios de transables, la apreciación del TC lleva a
un mayor salario real (y una disminución de la rentabilidad media). En
muchos de esos países los salarios nominales mostraban un bajo
crecimiento o simple estancamiento. De modo que se podía sostener un
proceso más amplio de apreciación cambiaria sin afectar la rentabilidad
de los transables (y de las empresas en general).
En el caso de Brasil, por ejemplo, ese proceso se tornó más
complicado a partir de 2010 (cuando hubo evidencia de una
intensificación del conflicto distributivo) mientras en Perú, Colombia y
México los salarios nominales fueron la verdadera ancla que permitió
los procesos de desinflación. En el caso argentino, en presencia de una
elevada resistencia salarial, la apreciación nominal del tipo de cambio
disminuye sistemáticamente la rentabilidad de los transables (y si se
admite su influencia en el resto de la economía, puede disminuir los
márgenes generales de beneficio). Esto permitiría explicar por qué,
incluso con gobiernos de sesgo muy diferente, Argentina nunca puede
dejar de ajustar el tipo de cambio nominal por detrás de la inflación.
Luego, esto impacta negativamente en el diferencial de rendimientos (y
quizás también en las expectativas sobre el tipo de cambio futuro).
En presencia de alta resistencia salarial, los empresarios de los
sectores transables no pueden trasladar a precios esos mayores costos,
pero pueden presionar al Gobierno por devaluaciones cambiarias para
intentar recuperar su tasa de beneficio. Esto ciertamente va a generar
un proceso inflacionario impulsado por los costos. En los otros países,
la apreciación cambiaria fue posible porque el bajo (o nulo) crecimiento
del salario nominal permitía “acomodar” la menor inflación con la
preservación de los márgenes reales de beneficio.
Este mecanismo que liga al tipo de cambio nominal con la inflación no
es puramente económico (ni espontáneo). No proviene de ninguna noción
de tipo de cambio real “de equilibrio”. Es un mecanismo que actúa sobre
las decisiones de política macroeconómica y que pone en evidencia, una
vez más, que la distribución del ingreso está esencialmente gobernada
por relaciones de poder imperantes en la sociedad las que, tarde o
temprano, influyen decisivamente sobre la política económica.
En este contexto se puede entender mejor el cambio de metas decidido
en diciembre pasado por el Gobierno y su impacto sobre las turbulencias
actuales. Si el BCRA continuaba con una política de altas tasas de
interés, buscando apreciar el TC nominal, eso abría paso a la suba de
los salarios reales (como ocurrió en 2017). La inflación se
desaceleraría, pero las empresas no podrían evitar la erosión de sus
márgenes de beneficio. Si el BCRA disminuía las tasas (como exigía una
parte del gabinete), eso provocaría un ritmo mayor de devaluación de la
moneda, acelerando la inflación (junto con las tarifas) y produciendo la
caída del salario real. Con el endeudamiento externo creciendo
vertiginosamente y los reclamos persistentes de amplios sectores
empresarios y economistas sobre el supuesto “atraso cambiario”, el
Gobierno optó por la reducción de tasas.
Esta reducción perseguía el objetivo de producir una devaluación
“administrada” del peso, fijando metas para el salario y abriendo la
posibilidad a un mayor endeudamiento relativo (y a menor costo) en
moneda doméstica, dadas las dificultades observadas en la colocación de
deuda en el exterior. De hecho, el volumen de deuda externa acumulado ya
representa un problema para la sostenibilidad externa de largo plazo,
cuando uno compara la proyección de los pasivos externos netos versus el
único ingreso genuino en dólares, es decir: las exportaciones.
Sin embargo, ¿este empeoramiento de la sostenibilidad de largo plazo
es la causa central de las turbulencias de corto plazo? No parece así.
Hay países de la región (Colombia y Brasil) que tienen peores
indicadores pero no sufren ninguna turbulencia externa ni presiones
cambiarias. Argentina parece tener dos rasgos diferentes. Primero, su
situación de liquidez de corto plazo parece más frágil. Segundo,
Argentina parece tener problemas para atraer capitales y, por esa razón
recurrió más al endeudamiento externo público. Sobre estos aspectos
clave se montan los persistentes vaivenes del BCRA, que terminan
fomentando una tendencia a la dolarización.
Hasta hace un mes, el presidente del BCRA defendía la idea de la
flotación pura del TC como un amortiguador (“shock absorber”). Así,
cuando “hay ya un shock externo o se reduzca el déficit de cuenta
corriente el propio tipo de cambio genera su ajuste y que la economía
siga creciendo” (Federico Sturzeneger, 18/3/2018). Pero paralelamente
cuando era consultado sobre la popular “bicicleta financiera”, su
sostenía que “acá no hay ninguna vaca atada”, argumentando que el
retorno en dólares, para un inversor externo, “no lo puede calcular
nadie”. Y respecto del “furor” de las Lebac, subrayaba que “los que
invirtieron en busca de dólares perdieron, al menos en los últimos
meses, significativamente”.
Obviamente, si el retorno en dólares es incierto, eso fomenta la
tendencia a la dolarización y hace que se fortalezca la presión
cambiaria. Además, existe un trade-off entre “bicicleta financiera” e
inflación/nivel de actividad. Es decir: la reducción de la “bicicleta”
lleva a más devaluación con caída de los salarios. Si esta tendencia no
es compensada, la baja de la tasa de interés lleva a más inflación y
menor crecimiento (estanflación).
En conclusión, si bien la suba de la tasa norteamericana puede tener
un efecto sobre el diferencial de rendimientos e incluso sobre las
expectativas, no parece ser la causa principal de la reciente corrida
cambiaria. La fuerte turbulencia tiene razones esencialmente locales. Al
conflicto distributivo persistente que influye en la política cambiaria
(y que determinó en parte sus vaivenes), se suman las torpezas de la
política oficial, como la introducción del impuesto a las tenencias de
Lebac para no residentes que disminuyó aún más el diferencial de
rendimientos y terminó por detonar la corrida. Así, la política del BCRA
termina introduciendo una mayor incertidumbre sobre el diferencial de
rendimientos y fortalece la tendencia a la dolarización. Esto implica
que, muy probablemente, la presión cambiaria persistirá aún cuando pase
el temblor externo.
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