Por Enrique Aschieri *
Es recurrente que en el debate público actual, se defina y reproche
como experiencia populista a aquellas que se desenvolvieron cabalgando
sobre la incentivación al consumo, menospreciando o lo que es peor
contrariando las inversiones. Aunque las pruebas sobre lo que afirman
brillan por su ausencia, la lógica cartesiana que los anima los hace
aparecer como el último refugio de la racionalidad: más ahorro, esto es
menos consumo y volcar la diferencia así obtenida a la inversión, y el
crecimiento asegurado sobre bases muy firmes. Pura y lisa lógica
cartesiana. El asunto es que al capitalismo realmente existente se lo
puede acusar de muchas, muchas cosas, pero de una no: ser cartesiano. El
sistema capitalista realmente existente cuanto más consume más invierte
y si no hay mercado previo nadie se pone a producir; es decir, no se
invierte. De manera que en el mundo tal cual es, la inversión resulta
una función creciente del consumo.
Bajo la lógica señalada, de la inversión como función creciente del
consumo, ambicionar el impulso a la inversión o al menos evitar que
recule cuando las metas enunciadas buscan premeditadamente que el
consumo final decline o que se ajuste a lo que se considera sus
posibilidades reales; o sea, por debajo del nivel a que –con cierta
perversidad– alentó llegar el populismo, como se lo suele declarar
abierto o embozado, deviene en una mera ilusión sin ningún sustento en
los datos reales de las condiciones de funcionamiento del sistema. Pero
es una ilusión peligrosa. No da los resultados que se esperan, porque no
puede dar los resultados que se esperan, y el gambito puede durar hasta
que la sociedad civil comienza a comportarse como Tarzán. Es esto lo
que no le conviene a nadie.
No obstante, y en medio de este escenario de misiones imposibles ¿qué
pasa si un buen día, de golpe y porrazo, por la razón que fuere, le
llueven al país miles de millones de dólares? Incluso, ¿no sería
provechosa la disciplina impuesta de que al haber menos consumo del
acostumbrado tramposamente por el populismo se apresura el ritmo de la
inversión, pues se puede consagrar la parte del león de estos llovidos
ingresos adicionales a la compra e instalación de bienes de capital,
importando máquinas para construir altos hornos para producir acero para
hacer chapa para hacer más automóviles y aires acondicionados, en un
par largo de lustros? ¿Durante esta hipotética etapa los trabajadores
industriales estarían aferrados al piso, con ingresos tan interesantes
que les permitiría consumir cosas reales, por caso esos mismos
automóviles y aires acondicionados, en vez de las ficciones a las que
mal acostumbró el desangelado populismo?
Lo cierto es que al razonar con la buena voluntad de esa manera, a la
inversión y el consumo se los trata como magnitudes inversamente
proporcionales, que es lo que son por naturaleza. La excepcional entidad
del sistema capitalista es que éste puede funcionar solamente por
tratar al consumo y la inversión como directamente proporcionales entre
sí, mientras que esto es objetivamente imposible, ya que el consumo y la
inversión son los dos componentes de una dimensión dada, es decir, el
ingreso nacional. Contradictorio en vez de cartesiano. Es que este
dilema es una de las manifestaciones de las contradicciones
fundamentales del capitalismo, entre la producción social y la
apropiación privada. Como corolario, tomando como punto de partida la
perspectiva en baja del ingreso de los argentinos, ningún empresario
–mono o multinacional– instalaría fábricas aquí. Sin embargo, sin nuevos
medios de producción los ingresos de los argentinos no pueden ser
aumentados. Y si se plantea esquivarle al bloqueo por medio de producir
sólo para exportar, sucede que a excepción de los productos primarios
estandarizados, tal operación luce ir más allá de la “fiabilidad” del
capitalismo tradicional. En cualquier caso, nunca se había visto sin
ingredientes geopolíticos de consideración. Lo único que lloverá, si
llueve, será deuda.
En realidad, las posibilidades de incrementar la inversión con
salarios deprimidos están restringidas a la economía planificada por el
Estado, no regulada por el mercado. Es entonces una suprema ironía y el
último absurdo que partidarios tan decididos de la libre empresa
alienten un capitalismo en el que para maximizar el crecimiento del
producto prevalezca, muy fuerte, la planificación central, a la que
deploran. Curioso, muy curioso, es que parecen ni estar enterados de la
contradicción inscripta entre los fines que persiguen y lo medios que
necesitan. Las consecuencias políticas de esta inadvertencia pintan como
no menores.
No hay comentarios:
Publicar un comentario