Por Claudio Scaletta
Cuando
pienso en Aldo Ferrer tengo inmediatamente recuerdos fuertes. El primero
es el de mi profesor de Política Económica en la Universidad de Buenos
Aires. Fue en la década del 90. Tiempos de mainstream cerrado en esa
casa de estudios. Ferrer, uno de los intelectuales más brillantes entre
quienes pensaron la economía argentina, era casi un outsider entre los
profesores. Algunos se referían a él con los clichés que el
neoliberalismo le había creado. Se lo consideraba una suerte de loco que
pregonaba “vivir con lo nuestro” y “aislados del mundo” justo en una
década de máxima apertura. No lo habían escuchado y seguramente no lo
habían leído. Por entonces, conocedor de los flujos y reflujos del
pensamiento nacional y popular, Aldo predicaba en soledad, no en el
desierto, a las nuevas generaciones de economistas.
El segundo recuerdo es el estudio de su departamento de Avenida del
Libertador, donde me recibió muchas veces para artículos que se
publicaron en este diario. Siempre atendía el teléfono él mismo. No
había secretarias ni largas esperas. Recuerdo su generosidad y su
paciencia; su voluntad de explicar un pensamiento que por entonces era
contracorriente. En las charlas sobre problemas de coyuntura jamás
argumentaba ad hominem; debatía ideas, nunca personas. Ese fue siempre
su proceder aun en los momentos de mayor efervescencia política. Cada
vez que en cualquier debate recaigo en enojos personales, recuerdo el
proceder de Aldo.
El tercer recuerdo fuerte es, por supuesto, su calidad de economista
político. Sus clases significaban venir del desierto de aulas en las que
se llenaban pizarrones con derivadas, integrales y supuestos falsos,
para sumergirse en el oasis de los problemas de la estructura económica
nacional a lo largo de la historia. Aldo recorría las etapas de la
economía argentina, hablaba de disputas de poder que no aparecían en los
modelos matemáticos de la clase de al lado. En tiempos en que se creía
que la globalización era un fenómeno reciente vinculado al desarrollo de
las telecomunicaciones, explicaba que el capitalismo nació globalizado y
enseguida se remontaba al descubrimiento europeo de América. Los
caminos de la economía no eran unívocos. Existían alternativas a ese
mundo de escasez en el que era imposible avanzar por fuera del Consenso
de Washington y sus gendarmes financieros. Había siempre un norte
marcado por la voluntad política, la necesidad del desarrollo con
inclusión creciente aumentando la densidad nacional y alejando la
restricción externa. Ferrer explicó largamente que el país tenía el
potencial de lograr estos objetivos sin subordinarse al poder financiero
global. Esa fue la gran herejía de “vivir con lo nuestro”.
Aldo no fue sólo un profesor inspirador, también fue funcionario,
ministro de Economía, embajador, presidente de empresas y bancos,
formador de cuadros, inspirador del proyecto Plan Fénix. Estas líneas
encierran una gran tristeza. Pero Aldo tuvo una vida larga y fructífera.
Heredó a las nuevas generaciones una obra que servirá de herramienta
para pensar y construir el futuro. Y hasta el último día mantuvo una
lucidez absoluta y batalladora. Es así como a muchos de quienes
compartimos con él algún instante en el tiempo nos gustaría terminar
nuestros días. Adiós, Maestro.
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