Por Claudio Scaletta
Si alguien
tenía alguna esperanza de que un gobierno de la Alianza PRO asumiera la
forma de una derecha moderna, renovada, con aprendizaje de los errores
del pasado y algún gradualismo social en la implementación de sus
políticas más duras, ya puede abandonarla. El único hecho novedoso de la
Alianza derechista no peronista que gobierna el país hace apenas un mes
es que llegó al poder con la legitimidad de los votos. Comprendió a su
adversario, catalizó una amplia alianza de poderes fácticos, pero sobre
todo fue capaz de capitalizar el desgaste de doce años de ejercicio del
poder al tiempo que la Hidra peronista se desperezaba de su letargo; la
interna inmanente de un movimiento en el que conviven izquierda y
derecha, nacionalistas y liberales, cabezas de feudos provinciales e
intelectuales reformistas, una bestia que no se calmará hasta que
reconstruya el conductor que la apacigüe y sintetice.
Pero mientras el movimiento nacional sigue sumergido en el estupor de
la derrota y resiste con aguante sin pensar todavía en cómo volver, su
ala derecha arriesga la idea vana de negar a su fuerza mayoritaria: la
base kirchnerista, un aporte retardatario al sueño gorila de un
peronismo fragmentado. En el camino, la Alianza PRO avanza sin
miramientos desandando todos y cada uno de los remilgos
institucionalistas que caracterizaron su semántica en tiempos de
oposición. Su republicanismo mostró ser apenas un recurso discursivo
para correr del primer plano el objetivo principal: la transformación
radical del modelo económico emergente tras la crisis de 2001-2002, una
vuelta al pasado neoliberal mucho más violenta de lo que el más agorero
pudo haber previsto en tiempos de campaña.
A pesar de los consejos de su gurú ecuatoriano, Jaime Durán Barba, el
PRO no fue capaz de contener a sus Furias y avanzó aceleradamente en un
shock ajustador de resultados impredecibles. A la devaluación
libertaria, que quizá podía comprenderse dentro de su lógica como un
paso necesario para el cambio de paradigma económico, no tardó en
sumarle la idea atávica de toda derecha triunfante: una verdadera purga
del sector público.
El fenómeno de los cuadros políticos ocupando espacios en el Estado
es propio de las democracias de partidos. En muchos casos es un proceso
necesario para garantizar la aplicación de políticas, pero también tiene
dimensiones enojosas para quienes miran de afuera, en particular por
las imperfecciones que nunca faltan: el nepotismo, el amiguismo, los
colados o ñoquis propiamente dichos y, en general, todos quienes ocupan
lugares para los que no están ni técnica ni políticamente capacitados.
Se trata de esos colaterales que el ejercicio democrático debe corregir
permanente y sistemáticamente. Pero a no confundirse, no son estas
deficiencias las que el nuevo gobierno intenta corregir, sino la excusa.
Los objetivos son en realidad mucho más amplios y en dos frentes.
Primero: la persecución ideológica, limpiar al aparato de Estado de
cualquiera que pueda sospecharse portador de vestigios kirchneristas, no
sólo (comprensiblemente) los niveles intermedios y superiores. Segundo,
reducir la masa salarial pública; una poda del gasto que cumple a su
vez dos objetivos. Primero contribuir a compensar las transferencias
implícitas en la eliminación de impuestos y aranceles que beneficiaron a
exportadores y sectores de altos ingresos. Segundo, aportar a la
intimidación laboral del administrador de fortunas y actual ministro de
Hacienda, Alfonso Prat-Gay, quien señaló la necesidad de elegir entre
sostener el poder adquisitivo del salario o mantener el empleo. Que un
ministro recurra a la amenaza de la exclusión en un país con una memoria
muy dolorosa en la materia es por lo menos grave. Es también un hito
histórico por el que siempre será recordado, pero sería escandaloso si
el nuevo gobierno no gozase de una potente protección mediática.
La inducción a la baja de los salarios reales es, además, un
componente central del nuevo modelo económico. El éxito de una
devaluación se basa, precisamente, en que los salarios crezcan menos que
los precios. Estructuralmente, la única manera efectiva y conocida para
conseguir una reducción salarial real es mediante la disminución del
poder de negociación de los trabajadores, lo que ocurre cuando aumenta
la desocupación.
El segundo efecto del mayor desempleo es sobre la inflación. El
mecanismo no es, como vulgarmente se cree, porque cae la demanda al caer
el consumo de los desempleados, sino porque cuando cae la demanda cae
también la actividad económica, el Producto y luego el empleo, lo que se
traduce en menor puja distributiva. No es lo mismo ir a paritarias con
la economía creciendo y bajo desempleo que al revés.
Si el trabajador del sector privado, formal e informal, cree que los
despidos masivos en el sector público no lo afectarán se equivoca de
cabo a rabo. Esos despidos aumentarán la masa global de desempleados,
reducirán su poder de negociación y ello, finalmente, se trasladará a su
nivel de salario.
Aunque dependiendo de la perspectiva teórica la problemática
económica puede depender de distintas variables, financieras y reales,
lo que está detrás de todas las disputas es el nivel de salarios y su
contrapartida, la tasa de ganancia. El objetivo de las derechas
neoliberales es siempre la reducción de salarios, que sería la baja
“competitiva” de los costos empresarios. Esta distribución regresiva,
con independencia de su nivel, ocurre en todos los países en los que
llegan al poder, sea el centro o la periferia, Estados Unidos y Europa o
América latina.
En el caso argentino resulta sintomático que hace apenas dos meses,
en plena campaña electoral, los problemas que preocupaban al “movimiento
obrero organizado” eran de segunda generación, por ejemplo; el Impuesto
a las Ganancias de los trabajadores con mayores ingresos. Apenas pocas
semanas después, el retroceso parece tan violento como para regresar a
un estadio no sólo de primera generación, el nivel de salarios, sino
cuasi pre capitalista, con funcionarios de primera línea que tercian en
las futuras paritarias amenazando a los trabajadores con la exclusión.
El próximo paso parece estar más en manos de los propios trabajadores
que en su dirigencia. El nuevo oficialismo estima que podrá conducir el
conflicto con los 26.000 millones de pesos que el Estado adeuda a las
obras sociales. Resta ver si prevalece la organización sindical o los
todavía silenciosos dueños de los sindicatos, algunos votantes confesos
de la Alianza PRO.
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