El
valor del dólar es una variable distributiva porque de él dependen los
precios de (casi) todas las cosas. Empezando por buena parte de los
componentes de la canasta básica, los alimentos, pero también de todas
las canastas de consumo, los servicios, buena parte de los insumos
industriales, muchos bienes de capital y la energía. Por esta
composición cualquier devaluación es inflacionaria y, por extensión,
recesiva.
Si el precio del dólar aumenta inmediatamente lo hacen todos los
productos con componentes importados y todos los exportables, desde la
harina a las carnes, dato fuertemente percibido por los consumidores en
las últimas semanas. Existen mecanismos económicos para morigerar estos
traslados a precios, el más conocido son las retenciones a las
exportaciones, las que adicionalmente permiten que el fisco capture
parte de los beneficios de una devaluación. Otro mecanismo son los
subsidios. Pero la nueva administración anunció que las retenciones
serían eliminadas para todos los productos agropecuarios, salvo para el
único que no tiene incidencia en el consumo interno: la soja. También
anunció que eliminaría más o menos rápidamente los subsidios. En suma,
las expectativas que se generaron no fueron sólo de devaluación, sino de
una devaluación sin barreras de contención.
Durante la campaña electoral, sin embargo, los economistas de la
Alianza PRO se mostraron confiados en que un fuerte shock devaluatorio,
el “sinceramiento” prometido, podría tener un bajo traslado a precios.
Las argumentaciones fueron exóticas, desde que los traslados ya se
habían producido, al renacer de la confianza generada por el nuevo
gobierno. Los hechos transcurridos entre el 23 de noviembre y el 10 de
diciembre fueron un baño de realidad: los aumentos comenzaron frente a
la sola expectativa de un dólar más alto, lo que demostró la limitación
de las explicaciones.
El primer resultado de las fuertes remarcaciones fue inesperado:
calmar el animal spirit liberalizador de la troupe de economistas
ortodoxos de la nueva Alianza gobernante. El ecuatoriano Jaime Durán
Barba fue el primero en advertir las consecuencias de un shock inicial
destacando lo presuntamente evidente: en una reunión de la Fundación
Pensar alertó que “el que ajusta al principio no se saca la etiqueta de
hijo de puta de la frente”.
Como lo grafica su éxito electoral, el macrismo demostró ser una
fuerza muy organizada y con una conducción centralizada, casi el espejo
virtuoso del comportamiento del FpV durante la última campaña, lo que se
tradujo en el acatamiento de sus economistas a la señal del máximo
gurú. La palabra shock desapareció del discurso junto con la súper
devaluación instantánea implícita en el inmediato levantamiento de las
restricciones cambiarias. Según detalló el nuevo ministro de Hacienda y
Finanzas, Alfonso Prat Gay, el llamado “cepo” sólo se levantará cuando
“estén dadas las condiciones”, es decir cuando se consigan reforzar las
Reservas del BCRA mediante créditos internacionales, extensión del swap
con China, liquidación de divisas de exportadores de granos y nuevos
incentivos para el blanqueo de capitales. Se trata exactamente de la
misma sumatoria de medidas de las que habló, por ejemplo, Miguel Bein,
el principal asesor económico de Daniel Scioli. Una retracción similar
se produjo respecto del tema tarifas. Ya no se habla de una eliminación
indiscriminada de subsidios sino, otra vez, de un ajuste más equilibrado
tratando de evitar el impacto sobre los sectores de menores recursos.
Algo parecido a lo que señalaban los economistas del sciolismo.
Estos reacomodamientos en el discurso ya casi de estilo no quieren
decir que, efectivamente, la Alianza PRO no planee provocar una fuerte
devaluación, con un dólar en torno a los 15 pesos, sino solamente que
intentará evitar el shock, pero sobre todo, que entendió el riesgo de
una eventual espiralización inflacionaria y el consecuente etiquetado en
la frente.
Volviendo al carácter “distributivo” del precio del dólar, un dólar
barato induce una distribución que favorece a los asalariados. Que los
trabajadores consuman más es bueno para la economía, porque aumenta la
demanda. Si la demanda crece, también lo hace el Producto. El problema
es que cada punto de crecimiento del PIB demanda una masa determinada de
dólares para financiar la importación asociada de insumos y bienes. Si
no hay sustitución de importaciones o aumento de las exportaciones
aparece la escasez relativa de dólares, lo que presiona al alza su
precio. Mantener un dólar barato supone tener respaldo para la
cotización: no hay continuidad en la redistribución progresiva del
ingreso sin desarrollo.
Luego está la economía política, las clases sociales que se
benefician o perjudican con los distintos niveles de la cotización del
dólar. Un dólar barato equivale a salarios altos, más aun en un contexto
de bajo desempleo. Subir el dólar significa bajar salarios.
Efectivamente los exportadores ganan más cuando hay una devaluación,
pero no porque vendan más, sino porque bajan sus costos. No existe
información estadística que relacione mejora del tipo de cambio con
aumento de las cantidades exportadas. En consecuencia, la devaluación no
resuelve los problemas de balanza de pagos ni de provisión de divisas
para crecer. Sólo frena las importaciones, pero no por su
encarecimiento, sino porque la demanda interna se contrae debido a la
caída del salario real.
Devaluar sin reservas suficientes puede provocar una disparada de
precios que la neutralice dando lugar a nuevas devaluaciones. Tener
reservas suficientes significa en cambio que el Banco Central puede
sostener la cotización que decida “políticamente”. Es en el nivel de
esta cotización donde reside la principal diferencia entre las visiones
del gobierno saliente y el entrante.
Original: Cash
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