por Fabián Amico* y Alejandro Fiorito**
El Economista
El Economista
En el
debate actual sobre política económica se asumió como un dogma que el
crecimiento acelerado registrado entre 2003 y 2011 tuvo como causa básica a la
gran devaluación de 2002 y por ende fue el fruto de la vigencia de un tipo de
cambio real competitivo (TCRC). No pocos economistas atribuyen hoy la
desaceleración del nivel de actividad a la creciente apreciación cambiaria
real.
Todas las
miradas se enfocan sobre los salarios en dólares: entre 2009 y 2011 el TC
nominal (oficial) aumentó 12,6%, mientras los salarios del sector privado
registrado aumentaron 68%. Así, el valor en dólares de los salarios subió casi
50%. En 2012 esto se revirtió apenas parcialmente.
¿Cómo
estimularía el crecimiento de la economía un TCR más competitivo? En principio,
conduciría a mayores exportaciones y menores importaciones, estimularía la
inversión, y generaría más producción y empleo. El supuesto implícito es que
los otros componentes de demanda doméstica permanecerán constantes. Pero esto
no es así.
Desde
hace por lo menos 60 años, sabemos que en Argentina las devaluaciones son
contractivas del nivel de actividad. De acuerdo con toda la evidencia empírica,
la sensibilidad del comercio exterior (exportaciones e importaciones) a las
variaciones del TCR es muy pequeña. Sin embargo, el efecto inflacionario y
regresivo sobre la distribución (caída del salario real) es mucho más poderoso
y por ende el resultado global de la devaluación es claramente recesivo.
Peor aún cuando el ajuste cambiario viene acompañado de una mayor “austeridad”
fiscal. La contracción del nivel de actividad económica, finalmente, produce
una retracción global de la inversión, consolidando el efecto contractivo.
Algunos
economistas postulan otro efecto, por el cual una devaluación real generaría
una mayor demanda de empleo -para un nivel de actividad dado- debido al
abaratamiento en moneda extranjera del “factor trabajo” en relación al capital.
Esto implicaría que si el ratio de precio relativo salarios/bienes de capital
(en dólares) de toda la economía se redujera persistentemente, entonces habría
un aumento del empleo en todos los sectores con independencia de la tasa de
crecimiento de la economía.
La suba
del TCR (devaluación) funciona aquí de modo análogo a la afirmación de que la
flexibilidad salarial descendente podría eliminar el desempleo (¿por qué no
seguir devaluando permanentemente hasta alcanzar el “pleno empleo”). Pero, en
general, existe una relación (técnica) rígida entre capital y trabajo; ergo,
aunque cambien los precios, la relación empleo/producto puede mantenerse
inalterada.
Ciertamente,
el TCR puede tener un rol –junto con otras políticas específicas- en la mejora
de la sustentabilidad externa del crecimiento de largo plazo, en la medida en
que contribuya a la diversificación de nuestras exportaciones y facilite la
sustitución de importaciones. Pero esto es muy diferente a postular una
relación general (positiva) entre TCR y crecimiento: más bien se trata de
que el uso de la política cambiaria apuntada a mejorar la sustentabilidad
externa sea lo suficiente refinada y sutil como para no perjudicar el mercado
interno (y los salarios reales), verdadero motor del crecimiento argentino. En
suma, una devaluación “horizontal” (sin ninguna clase de diferenciación
cambiaria o de compensaciones) produce una mejora de la rentabilidad de los
exportadores, un efecto muy pequeño (o nulo) en las cantidades exportadas y una
segura contracción del nivel de actividad.
Ciertamente,
la economía argentina exhibe una tendencia al desequilibrio externo entre
importaciones y exportaciones que obedece a razones estructurales, entre las
cuales tienen un rol central la composición de las exportaciones (primarias),
su baja diversificación y la composición de las importaciones (enteramente
determinadas por la inversión doméstica y no por el TCR). El crecimiento del
mercado doméstico estimula la inversión productiva y esto se traduce en
crecientes importaciones de bienes de capital e insumos, mientras las
exportaciones crecen a una tasa menor. En síntesis, la propensión a importar de
la economía no es compatible con su base exportadora.
Pero el
ajuste del TCR no puede corregir este desequilibrio (que debe abordarse con
políticas industriales específicas). O, mejor dicho, no de una manera
expansiva. En verdad, las devaluaciones (si son de la magnitud suficiente) solo
corrigen el desequilibrio externo induciendo recesión, lo que reduce las
importaciones y mejora el saldo comercial.
La
contrapartida de estas comprobaciones, es que, al contrario de lo que se
sostiene, la apreciación cambiaria tiende a ser expansiva porque es la
contracara de la mejora del salario real. Pruebas al canto: hacia 2008 muchos
economistas auguraban que el nivel de apreciación cambiaria real ya era
preocupante y que eso estaba dañando el crecimiento. Más de uno pronosticó que
se habían agotado los tiempos de las tasas “chinas” de crecimiento. Sin
embargo, tras la crisis de 2009, en un contexto en el cual el nivel de
apreciación cambiaria real ya alcanzaba los mínimos registrados en los años 90,
el PIB de Argentina creció a niveles record (9,2% en 2010 y 8,9% en 2011),
mientras el producto industrial se expandía aún más (9,8% en 2010 y 11,0% en 2011).
Algo similar ocurrió en Brasil en 2010 y fue el resultado –en ambos países- de
políticas fiscales expansivas.
Ciertamente,
además de la recuperación de los salarios reales, el factor clave de la
recuperación argentina en 2003 fue una política fiscal crecientemente
expansiva. Este rasgo pasó desapercibido porque el gobierno mostró un fuerte
superávit fiscal desde 2003, sugiriendo la idea errónea de que la política
fiscal era contractiva. Sin embargo, la mayor parte del superávit fiscal se
debió a los impuestos a las exportaciones.
El gobierno utilizó parte de la renta generada por las exportaciones primarias para hacer frente a los pagos externos derivados de la reestructuración de deuda negociada en 2005, ampliando considerablemente el espacio de la política fiscal. Al mismo tiempo, los componentes principales del gasto primario (inversión pública, transferencias sociales, salarios) se expandían a tasas muy significativas.
El gobierno utilizó parte de la renta generada por las exportaciones primarias para hacer frente a los pagos externos derivados de la reestructuración de deuda negociada en 2005, ampliando considerablemente el espacio de la política fiscal. Al mismo tiempo, los componentes principales del gasto primario (inversión pública, transferencias sociales, salarios) se expandían a tasas muy significativas.
No
obstante, existen razones más profundas para menospreciar el rol de la política
fiscal. Hay un consenso casi total acerca de que las políticas macroeconómicas
expansivas resultan per sé insostenibles, particularmente en contextos
de restricción externa. En lugar de estas políticas “populistas” se ha
pretendido que la política cambiaria podía ser una política de crecimiento más
“seria” y sostenible. Pero la economía argentina, aún cuando su restricción
principal sea su “capacidad de importación”, crece –como en el pasado y como en
la mayoría de los países de tamaño medio o grande- empujada por la demanda
doméstica. Este es un rasgo estructural objetivo y no una opción de política.
Otro
aspecto –más coyuntural- que hizo renacer el optimismo sobre la efectividad de
una devaluación nominal para traducirse en una devaluación real, fue la
bajísima resistencia salarial exhibida por los trabajadores en 2002 (con
altísimo desempleo y flexibilidad laboral). En el pasado, a ningún economista
sensato se le hubiera ocurrido que tal resultado fuera posible, ya que una
maxidevaluación se traducía casi inmediatamente en una virulenta espiral
inflacionaria entre TC y salarios, con resultados inciertos. En este punto, es
probable que Argentina haya retornado a su viejo cauce.
Un último
aspecto que favoreció esta optimista visión sobre la relación entre TCR y
crecimiento fue la aceptación sin crítica de que la estrategia de sustitución
de importaciones y, en general, los intentos de industrialización liderada por
el Estado se habían “agotado” y por ende habían caído en el desprestigio. En
este contexto, la política cambiaria apareció como su sustituto apropiado, en
un marco general donde el Estado debía retirarse de todo intento de inmiscuirse
directamente en la economía y en el desarrollo. Sencillamente, la política
cambiaria (horizontal) es una estrategia más market friendly.
Desgraciadamente, tal política no funciona del modo optimista que postula este
nuevo consenso macroeconómico.
En fin,
las estrategias factibles, realmente efectivas, para el desarrollo argentino (y
latinoamericano) no son un color o un diseño que cambia con los caprichos de la
moda. El intento de inducir el desarrollo económico mediante el simple truco de
obtener los precios relativos “correctos” (i.e., el tipo de cambio), no deja de
ser una utopía, pero tiene sus consecuencias. Cuanto más se tarde en retornar
al realismo y la sensatez de los viejos estructuralistas, más se retrasará la construcción
práctica de una estrategia de desarrollo económico, la que necesariamente
involucrará al Estado en las arduas tareas de inducir la sustitución selectiva
de importaciones, la diversificación de las exportaciones, la modernización de
la infraestructura y las políticas que induzcan el cambio estructural y
tecnológico, en un marco de crecimiento alto y sostenido. No podemos confiar la
consecución de estas grandes metas a la performance de una sola variable.
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