Por Mariano De Miguel * y Daniel Schteingart **
Hay un sentido común que asocia la competitividad de la economía a
los bajos costos laborales en términos relativos. Bajo este prisma, los
salarios comparativamente bajos serían la llave que abre la puerta de la
competitividad a los países subdesarrollados. Cuando se habla de
competitividad industrial, este sentido común es más común todavía. Es
falso. La competitividad industrial de un país depende de un conjunto
amplio de variables, como los distintos componentes del costo (entre
ellos, el salario, pero también la logística, la energía y otros insumos
clave), o los impuestos y la productividad.
La productividad –grosso modo, el valor agregado por ocupado– es
clave para entender por qué países como Alemania o Estados Unidos pueden
ser competitivos con salarios manufactureros en torno a los 40 dólares
la hora, los cuales son más del doble que los argentinos (actualmente en
torno a los 17 dólares) y hasta veinte veces mayores que los del
Sudeste Asiático (en Filipinas, por caso, son de 2 dólares).
Competitividad por baratura versus productividad es un dilema
meramente teórico para la Argentina. ¿Por qué? Porque desde el punto de
vista empírico, el laboratorio de la historia y nuestro presente
muestran que el camino de la competitividad por salarios baratos es
impracticable y utópico además de inconducente desde el punto de vista
económico, político y social. Los recurrentes fracasos en este sentido, a
partir de la búsqueda de salidas fáciles a través de devaluaciones
bruscas, contractivas y regresivas, deberían alertarnos sobre la
necesidad de operar sobre los demás determinantes de la competitividad.
Favorecer a la industria a partir de diversos instrumentos (como energía
barata, subsidios, exenciones impositivas, etcétera) puede ser una
alternativa válida, pero siempre y cuando genere aumentos de
productividad.
¿Cómo se generan entonces aumentos de productividad, que permitan que
la industria sea competitiva aun con salarios altos? Esencialmente, con
dos elementos, dado un acuerdo distributivo: demanda y competencia
regulada. Una demanda creciente, bajo determinadas condiciones de
competencia, incentiva a las empresas a ampliar su capacidad instalada,
con un uso creciente de tecnologías sofisticadas, que permiten hacer
economías de escala y por ende bajar los costos unitarios para, con
ello, incrementar la productividad.
Una demanda que induzca a la productividad puede ser tanto externa
(exportaciones) como interna (gasto público, consumo privado e
inversión), que fungen como palancas complementarias y no excluyentes,
al margen de la preminencia de la demanda interna.
¿Qué las motoriza? En el caso de la demanda interna, fundamentalmente
el aumento de los ingresos reales de la población, el crédito y la
planificación estratégica del gasto público. La demanda externa, por su
lado, depende esencialmente de modo directo del crecimiento de los
socios comerciales, e indirectamente, de la economía mundial en su
conjunto. Es por eso que la baja de los costos domésticos, en términos
relativos a los internacionales, por medio de devaluaciones reales, por
ejemplo, resulta ser más débil de lo que comúnmente se cree como palanca
de la demanda externa (sumado al hecho de que acarrea consecuencias
distributivas regresivas).
Argentina 2016 es un buen ejemplo. El país depreció su tipo de cambio
real, pero las exportaciones industriales vienen cayendo 16 por ciento
en lo que va del año, según INDEC, debido a que nuestro principal
demandante (Brasil) está en crisis y el comercio mundial estancado con
sesgo recesivo. Por el contrario, durante la industrialización por
sustitución de importaciones, la competitividad industrial argentina se
incrementó significativamente, en un contexto donde los salarios eran
relativamente elevados para los estándares internacionales. Prueba de
ello fue que, partiendo de una base muy baja, entre 1964 y 1974, las
exportaciones industriales crecieron cuatro veces más rápido que las
importaciones industriales, en un contexto de fuerte crecimiento
económico y de la productividad industrial, la cual además se dio sin
expulsión de empleo (a diferencia de lo ocurrido en los ‘90).
¿Qué ocurrió entonces en aquel momento? No faltó prácticamente
ninguna de las palancas que mencionamos. El mercado interno -con un
salario fuerte - se convirtió en una de las grandes fuentes de aumentos
de la productividad. Se implementaron políticas industriales y
tecnológicas de fomento al sector, incluyendo subsidios para la
exportación, compras públicas o financiamiento blando, entre otras. Si
bien el contexto internacional es hoy muy distinto, la experiencia
argentina de aquellos años -a pesar de sus contratiempos y sus defectos-
merece ser releída, en tanto muestra que competitividad, productividad y
salarios altos pueden ir de la mano.
** Mg. en Sociología Económica (Idaes-Unsam), profesor en UNQ, miembro de SidBaires
Original: Pagina 12
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