Más allá de la popularidad de las versiones
simplificadas que utilizan los manuales, en términos estrictamente
analíticos la teoría del equilibrio general sigue siendo un fracaso. El
atraso en cuestiones teóricas del titular del BCRA.
Por Eduardo Crespo *
Pocos días
atrás, el presidente del Banco Central, Federico Sturzenegger, realizó
una exposición en la Academia Nacional de Ciencias Económicas bajo el
título “El uso del concepto de equilibrio general en su aplicación a la política monetaria”. Sturzenegger aboga por la utilización de un enfoque
metodológico fundado en la teoría marginalista del equilibrio general,
que considere los problemas económicos teniendo en cuenta “todas las
implicancias y efectos colaterales que podrían tener”. Rechaza con
ironía el uso generalizado de enfoques basados, según su opinión, en la
‘falacia’ del ‘equilibrio parcial’, que extrae conclusiones equivocadas a
partir del análisis aislado de ciertos ajustes.
Alfred Marshall, creador de la metodología del equilibrio parcial,
advertía la dificultad para extraer conclusiones precisas y generales a
partir de las ‘largas cadenas de razonamientos” y complejos ajustes
implicados en la metodología del equilibrio general. La historia le dio
la razón. Pasaron ya 142 años desde la publicación, en 1874, de la
primera versión del equilibrio general por León Walras. Sus cultores,
incluso valiéndose de supuestos heroicos e instrumentos matemáticos cada
vez más sofisticados, aún no pudieron demostrar que de existir un
equilibrio de este tipo las economías efectivamente tenderían hacia
allí. Tampoco pudieron demostrar que este equilibrio sería estable y ni
siquiera único. Más allá de la popularidad de las versiones
simplificadas que utilizan los manuales, en términos estrictamente
analíticos la teoría del equilibrio general sigue siendo un fracaso.
Pero el propósito de Sturzenegger es otro. En su presentación no
discute temas abstractos. Trata de la política monetaria de todos los
días. A modo de ejemplo, para el presidente del Banco Central un aumento
de las tarifas de energía no debería generar inflación. ¿Por qué?
Porque las ‘familias’ enfrentan una ‘restricción presupuestaria’ basada
en un ingreso nominal fijo. En palabras suyas: “en el ejercicio mental
que proponemos, hay un precio que sube. Pero por otro lado incorporamos
al análisis la restricción presupuestaria que enfrenta la familia. Esa
restricción presupuestaria se basa en que las familias tienen un cierto
ingreso nominal, que no cambiamos (…) y ese es el ingreso que las
familias tienen para gastar en todos los bienes. Entonces cuando un
precio sube, es claro que la restricción presupuestaria implica que se
puede gastar menos en los otros bienes, y que el precio de estos bienes
debería bajar. El resultado final, si asumimos que la demanda por saldos
reales no cambia, es que los precios finales, en promedio quedan
constantes. En este caso (...) los efectos de las tarifas sobre los
precios seria nulo.”
El primer error es desconocer que la energía no es demandada
únicamente por familias. También la demandan empresas, que normalmente
trasladan los aumentos de costos a precios. Pero el problema principal
está en la lógica del argumento. Si los precios de los ‘factores de
producción’ no se modifican, es decir, si los salarios y la remuneración
del capital en términos monetarios siguen siendo los mismos, ¿por qué
deberían reducirse los precios de las otras mercancías cuando se reducen
sus demandas, incluso cuando suben los costos por el encarecimiento de
la energía?
Por lo visto Sturzenegger imagina que los bienes “caen del cielo”, ya
que parece desconocer que su producción conlleva costos. ¿Acaso las
empresas aceptarían vender a pérdida? Incluso si admitimos esta extraña
posibilidad como solución de corto plazo, es de esperar que pasado
cierto tiempo la oferta por estos productos se reduzca y sus precios
aumenten. El razonamiento de Sturzenegger podría funcionar en una
subasta de muebles usados, pero nunca en una economía capitalista
moderna donde las mercancías se reproducen en forma regular. El único
modo de reducir los precios finales sería a través de una caída de los
precios de los ‘factores’, en otras palabras, si se contraen los
salarios y/o las ganancias de las empresas. Pero esto es precisamente lo
que cuestiona el presidente del Central al negar los efectos
inflacionarios de la suba de tarifas. Por otra parte, ¿qué debería
suceder cuando quienes perdieron al principio reclaman luego una
recuperación del poder adquisitivo perdido? ¿Qué ocurre, por ejemplo, si
existen paritarias?
Todo el razonamiento del banquero central se basa en la presunta
existencia de un stock fijo de moneda milagrosamente controlado por la
banca central (es decir, por él mismo) que impediría se lleven a cabo
transacciones más allá de un monto monetario fijo. Esta sería la
situación normal, según sus palabras, exceptuando se modifique la
“velocidad de circulación del dinero”, contingencia que en su opinión
‘rara vez’ ocurre. El presidente parece desconocer que los agentes
públicos y privados, en especial los bancos, diariamente lanzan a la
circulación –o retiran de ella– una enorme variedad de activos
monetarios, con independencia de los Bancos Centrales. Toda vez que un
banco concede un préstamo ‘emite’ moneda. Los sistemas de crédito de las
economías modernas, donde las innovaciones financieras son la regla, no
guardan ninguna relación necesaria con la pequeña porción de activos
monetarios que controlan las bancas centrales. En la actualidad este es
un hecho universalmente aceptado por la mayor parte de la literatura
internacional, con excepción de aquella que circula en las
desactualizadas universidades argentinas.
Frente a un proceso inflacionario, lo que usualmente ocurre es que
las empresas demandan mayores volúmenes de crédito, los Estados
nacionales, provinciales y municipales precisan más dinero para cumplir
con sus obligaciones y los bancos -públicos y privados- a la larga
precisan hacerse de mayores reservas, lo que obliga a los Bancos
Centrales a proporcionarlas, para evitar el colapso del sistema. La
inflación genera emisión. Si bien el presidente del Central parece
admitir este mecanismo cuando alude al ‘dinero pasivo’, rápidamente pasa
a otros ejemplos más afines al rancio monetarismo que domina toda su
exposición. En términos empíricos llama la atención que el presidente
del Banco Central subestime, como en efecto lo hace, los efectos
inflacionarios del tarifazo, la quita de retenciones y la reciente
devaluación. En un país que sigue sin contar con cifras oficiales es
normal que se diga cualquier cosa sobre la inflación, sus causas y sus
remedios. Lo grave es que el presidente del Banco Central no sea una
excepción a esta regla.
Luego plantea una llamativa relación entre el ahorro y la inversión:
“los países que ahorran mucho no son países con falta de demanda
crónica, sino con altas tasas de inversión. Si fuera cierto que el
ahorro no genera demanda agregada, China debería ser el país mas
recesivo del mundo”. De esta frase se deduce que el banquero central
desconoce una identidad contable elemental: para la economía en su
conjunto siempre el ahorro es igual a la inversión. La inversión
efectiva puede diferir del hipotético ahorro de plena ocupación, nunca
del ahorro efectivo ex post. También parece desconocer la teoría
keynesiana. El punto no pasa por identificar la inevitable correlación
estadística entre el ahorro y la inversión. Para un macroeconomista la
cuestión pasa por saber la dirección de causalidad. Es decir, si el
primero determina la segunda o viceversa. Para Keynes la inversión
determina el ahorro al modificar el nivel agregado de ingreso. Cuando se
cumplen 80 años de la publicación de la Teoría General del Empleo, el
Interés y el Dinero, es preocupante que el presidente de nuestro Banco
Central desconozca su contribución principal.
Este desconocimiento se hace aún más notorio en el siguiente pasaje:
“otro ejemplo muy común, tiene que ver con el plan Procrear. Según sus
impulsores son programas que generan una gran expansión en la demanda
agregada, pero lo que nunca se toma en cuenta es que la utilización de
los recursos para ese fin los detrae de otro lado (…) Es que lo que se
aumenta por un lado se saca por otro”.
La idea de que toda utilización de un recurso en cierta actividad
implica su retiro de otra, parte del supuesto de que los recursos
siempre están plenamente ocupados en su máximo nivel de eficiencia.
Domina el pleno empleo, los recursos son ‘escasos’. La economía para
Sturzenegger se auto-regula por mecanismos que funcionan a la
perfección. Así, por ejemplo, podríamos concluir que el Conicet y las
universidades públicas, no hacen más que detraer científicos a
McDonald’s, remiserías, rotiserías de barrio y universidades del
exterior. En este mundo de ensueños macroeconómicos no existe el
desempleo, el subempleo, la sobre-calificación, los movimientos
migratorios. La oferta de recursos nunca responde a los movimientos de
la demanda agregada. Tampoco se observan las innumerables estrategias de
supervivencia de la economía informal, donde millares de personas
sobreviven en actividades de ínfima productividad.
Si las economías reales se desempeñasen así, los economistas, como el
propio Sturzenegger, serían innecesarios. En efecto, en un mundo sin
enfermedades los médicos serían redundantes. Pero las enfermedades, como
los problemas económicos, existen. En la vida real el empleo de un
recurso en cierta actividad contribuye al empleo de otros recursos en
otras actividades. Esto se conoce como “efecto multiplicador”. El trade
off entre usos alternativos es una falacia del equilibrio general.
* Economista.
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