Por Claudio Scaletta
Esta
semana se realizó el tradicional encuentro anual de empresarios de IDEA,
el Instituto para el Desarrollo Empresario Argentino, que agrupa a las
principales empresas del país. Respondiendo a invitaciones generosas, la
prensa cumplió su también tradicional rol de caja de resonancia del
llamado “coloquio”. Según se desprende de lo escrito e irradiado sobre
la reunión, el estado anímico de los principales empresarios del país
sería de avanzado disgusto con el oficialismo. Para quienes creen que el
objetivo central de las empresas es ganar dinero, se trata, sólo en
principio, de una anomalía; casi de una rareza. Sucede que una economía
en crecimiento prácticamente constante durante más de una década, en
especial cuando su motor es el consumo y el empleo, supone mejoras para
la mayoría de la población. Y “mayoría” incluye aquí también a los
sectores dominantes. Si el PIB crece a tasas altas, quiere decir que
también crece el producto de las empresas. Sin embargo, a pesar de los
buenos negocios, la relación entre los empresarios como clase y el
kirchnerismo nunca fue la mejor.
La presunta anomalía lleva a preguntarse por las razones económicas
del disgusto. Una primera respuesta es la ideológica. El empresario
medio es más feliz imaginando gobiernos absolutamente “pro mercado”, es
decir, con regulaciones mínimas, impuestos bajos y nula intervención
estatal. Se trata de una actitud en principio lógica. A nadie le gusta
que se metan con sus actividades y mucho menos pagar impuestos. Para el
liberalismo económico, éste es el fundamento de la libertad. En el
límite no habría mejor gobierno que un “no gobierno” o, más
sofisticadamente, un gobierno que sólo se ocupe de las actividades
subsidiarias, como la seguridad, la defensa y las relaciones exteriores.
Del desarrollo, global, sectorial y regional debería encargarse
solamente el mercado.
Luego está la historia económica. El caso ideal del desarrollo
conducido por el mercado simplemente no existe. Ni siquiera remitiéndose
a la acumulación originaria primigenia. Lo que normalmente existe son
las burguesías que controlan los aparatos de Estado en su beneficio.
Luego serían estos Estados los que planifican el desarrollo. Todo un
problema. Detrás de este razonamiento se encuentra la idea mítica de la
burguesía nacional. Una especie de clase única, con una visión homogénea
de país, nacionalista por definición y comprometida con un proyecto de
largo plazo. En su versión peronista, esta burguesía tendría conciencia
de que para la armonía social resulta indispensable un desarrollo
inclusivo. La alianza natural de la burguesía nacional sería entonces
con los trabajadores. Un verdadero mundo feliz sólo amenazado por las
facciones “no nacionales” de la burguesía. O nacionales, pero vinculadas
con el comercio con el extranjero, como buena parte del sector
agropecuario.
El problema, otra vez, es de inexistencia. Si se observa la
estructura de propiedad de los medios de producción en la Argentina y
también en el mundo, se encontrarán empresas multinacionales liderando
prácticamente todos los sectores. En el marco de las empresas de mayor
facturación, las encuestas del Indec muestran que alrededor de 400 de
las primeras 500 firmas del mercado local son extranjeras. Desde
comienzos de los ’90, cuando en este segmento sólo eran extranjeras
alrededor de 100, el cambio fue espectacular. Sin necesidad de recurrir a
mayores números, cualquier lector en cualquier ubicación del territorio
de la república puede hacer su propio test, mirar alrededor y observar
el origen del capital de las principales empresas de su entorno. Verá
que existe una burguesía, pero no una burguesía nacional. El dato es
clave para comprender las relaciones de poder real y el margen para las
alianzas políticas y de clase que respalden los procesos de desarrollo.
También resulta aclaratorio de muchos discursos, como el de la
“seguridad jurídica”, el “no caerse del mundo”, o el reciente
beneplácito entre los empresarios que participaron del encuentro de IDEA
en favor de los potenciales pagos de juicios espurios en el Ciadi o por
el acercamiento a los organismos financieros internacionales.
Pero si con el crecimiento y el desarrollo los empresarios también
ganan, se supone que cualquier burguesía, nacional o no, debería
entonces estar comprometida con ambos factores, en tanto contribuyen al
objetivo principal de ganar dinero. La respuesta es negativa. El círculo
virtuoso no es inevitable; la presunta anomalía no es tal. Los
empresarios pueden continuar ganando dinero aunque la economía no crezca
y no se desarrolle, lo que constituye un verdadero problema desde la
perspectiva del bienestar de las mayorías. En la historia económica
sobran los ejemplos. Sin ir más lejos, la propia Argentina. El tema no
es nuevo y ya fue tratado, por ejemplo, por el economista polaco Michal
Kalecki en su texto de 1943 Aspectos políticos del pleno empleo, en el
que describía cómo la baja desocupación cambiaba las relaciones de poder
en desmedro de los empleadores. La conclusión, inclusive sin recurrir a
Kalecki, cae por su propio peso. El desarrollo es algo demasiado
importante para dejarlo en manos de los empresarios. Los países que
lograron desarrollarse en las últimas décadas, empezando por China, no
lo hicieron gracias al libre mercado, sino de la mano de una decidida
planificación y con el Estado controlando sectores clave de la economía
Original: Cash
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