Desde los años ‘70, el discurso ético y políticamente
correcto de la ecología recorre el mundo. Su línea de largada fue el informe
realizado por un grupo de científicos, políticos y empresarios a instancias del
Club de Roma, en el que se anunciaba una gradual debacle humana en el lapso de
cien años. Se concluía allí que el nivel de recursos remanentes del planeta era
incompatible con el crecimiento económico mundial. El modelo presentado no
consideraba, por ejemplo, la posibilidad futura de saltos tecnológicos. Tampoco
la enorme capacidad adaptativa de la sociedad humana. El debate resultante
posterior configuró un verdadero decálogo del antidesarrollismo para los países
periféricos. No sorprende por ello la rápida acusación de “economicismo” a todo
quien hable de crecimiento económico, aún en una discusión que tiene como
centro evitar la restricción estructural de divisas de un país, una de las
condiciones necesarias para el desarrollo.
En el peculiar
universo ecologista se argumentan escenarios futuros de catástrofes
hollywoodenses, se reproduce con nostalgia la idea de que “todo tiempo pasado
fue mejor” y se exaltan las civilizaciones antiguas como poseedoras de saberes
ambientales inmanentes. Figuras públicas, académicos y ONGs reproducen un
sentido común de ser “ciudadanos del mundo”. Pero tan noble preocupación por el
planeta suele no ser retribuida cuando una crisis económica jaquea al espacio
nacional en el que viven. El ecologismo parece habitar un mundo donde no existe
la cuestión nacional, donde no hay Estados en competencia.
Esta ideología es
rescatada tanto por la izquierda; para quien los límites de la naturaleza
parecen haber reemplazado en el relato de la barbarie capitalista al embate
revolucionario de los trabajadores, como por la derecha; a través paradigma
neoliberal de la escasez. Desde allí se exageran, sin pruebas científicas
definitivas o sin datos específicos, los perjuicios que ocasionaría el
crecimiento económico nacional, al que se prefiere sacrificar en beneficio
tácito de los países centrales ya desarrollados. Paradójicamente es la pobreza
por no desarrollo la que representa el peor riesgo contaminante del ambiente.
En el caso de la
explotación de hidrocarburos por medio de la tecnología del fracking, no se
dice que su riesgo ambiental es similar al de un pozo convencional. En
formaciones como Vaca Muerta o Los Molles, en la provincia de Neuquén, la roca
madre sobre la que se provocarán las fracturas masivas cuando lleguen las
inversión es se encuentran a profundidades de entre 2000 y 3000 metros y en
capas de entre 100 y 300 metros de espesor. Nunca se detalla, por ejemplo, que
los acuíferos a más de 1000 metros no son potables por su altísima salinidad, de
hasta diez veces el promedio marino. Por lo general, los pozos de agua dulce no
superan los 100 metros. En consecuencia, no es factible conectar por fracking
los dos niveles subterráneos y contaminar el agua, más si se considera que las
fracturas hidráulicas alcanzan alrededor de 50 metros.
Seguramente la
económica no es la única perspectiva para la compleja relación entre desarrollo
económico y tecnologías aplicadas. Pero cualquiera sea el plano de análisis,
debería existir alguna recomendación, un curso de acción preciso para
solucionar el problema específico. Sin embargo, es sintomático que ante la
falta de ideas claras para el desarrollo se apele a cualquier argumento sin que
aparezca ninguna alternativa. Por ejemplo, se proponen opciones tecnológicas
“no neutrales” que muestren lo complejo del tema acometido, dando un curso de
acción hacia una discusión “sin incongruencias epistemológicas” y “hacia un
sistema de organización política, social y económica diferente”. La tarea, por
supuesto, escapa a cualquier cronograma gubernamental.
Tampoco queda claro
cuáles serían esas opciones económicas, sociales y políticas de un sistema de
organización diferente, literalmente ideal. En la economía capitalista (hoy sin
rupturas y tendencias observables a formaciones socialistas) existen procesos
de histéresis tecnológica, es decir; de continuidad y complementariedad de la
estructura productiva en el tiempo. Son los Estados quienes al impulsar el
desarrollo modifican las condiciones productivas, aunque no por ello sin
ninguna estimación de costo ambiental. En la tarea deben considerar la base
tecnológica real sobre la que se asienta su economía junto a los costos de
oportunidad de las modificaciones técnicas a incorporar. Una visión pro
desarrollo está obligada a pararse en la realidad efectiva desde el Estado
Nacional de acuerdo con parámetros internacionales de menor contaminación
relativa, dadas las tecnologías a emplear y los costos de oportunidad. ¿No
crecer es una alternativa? Sería bueno que los ecologistas lo digan claramente.
También deberían ser más claros a que se refieren cuando demandan una
tecnología “no colonial”. Parece difícil operar coyunturalmente con
recomendaciones tan genéricas.
Creer en “otros
mundos” no produce daño alguno, siempre que el creyente se fije atentamente en
la vida… y ésta, en sociedades tecnológicas y de hábitos, es regulada
normalmente por la persistencia y complementariedad de los procesos.
El
capitalismo sigue siendo el que era: una creación estatal de disputa sin tregua
y que no da muchas opciones para los más débiles. Y la ecología como discurso
“ético” es otro campo de batalla interestatal en contra del desarrollo
periférico.
*Profesor de UNLU
Original: Cash Pagina 12
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