Brasil dispone de todas las condiciones para impulsar el desarrollo económico sudamericano. Desde 1930 hasta 1980, junto con Japón, fue el país que experimentó el mayor proceso de crecimiento mundial, hasta convertirse en el más industrializado de la región. Sea por escala, por necesidades insatisfechas o por no haber completado aún su proceso de urbanización, su mercado interno tiene un potencial de crecimiento enorme. El fantasma de la restricción externa que azotó al país durante las décadas de 1980 y 1990 desapareció de su horizonte inmediato. En los últimos diez años el país acumuló US$ 374.000 millones en reservas internacionales y redujo su endeudamiento externo a niveles irrisorios.
Brasil sigue cosechando los frutos de su exitosa etapa desarrollista. Conserva instituciones públicas y empresas de elevada performance como Petrobras, Embrapa, Vale o el BNDES. Además de verse favorecido por una excepcional mejora de los términos de intercambio, sus exportaciones se multiplicaron al ritmo de su revolución agrícola. Gracias a los avances tecnológicos logrados por Embrapa, Brasil se convirtió en el primer país tropical del mundo en contar con una agricultura de alta competitividad internacional. En pocos años, se estima, superará a Estados Unidos como primer exportador mundial de alimentos, transformándose en el auténtico “granero del mundo”. Y gracias a los esfuerzos de investigación y exploración de Petrobras, fueron descubiertas grandes reservas de petróleo en su plataforma submarina.
Estos datos económicos se complementan con un remarcable posicionamiento internacional afianzado durante las últimas décadas, por el cual la diplomacia brasileña aspira a ocupar una banca permanente en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Brasil se convirtió en una voz autorizada en los foros internacionales y fue escogido como país sede para la realización de mega eventos deportivos como el próximo Mundial de Fútbol y los Juegos Olímpicos de 2016.
Pero…
Sin embargo, pese a todos estos datos alentadores, la economía brasileña sufre un largo proceso de estancamiento relativo. Crece persistentemente por debajo de la media mundial y regional. Si se compara la tasa de crecimiento brasileña con la argentina, por ejemplo, desde 1994 hasta 2012, surge una evidencia sorprendente: la primera (3%) fue inferior a la segunda (3,5%), dato elocuente cuando se considera que están incluidos los cuatro últimos años de la convertibilidad y la crisis final del período 2001-2002. Si bien esta tendencia pareció quedar atrás con el segundo gobierno de Lula, cuando Brasil se recuperó de la crisis internacional con una tasa de crecimiento de 7,5% en 2010, desde la llegada de Dilma Rousseff a la presidencia la economía se volvió a desacelerar. En 2011 creció 2,7%, en 2012 0,9% y los primeros guarismos de 2013 confirman la tendencia a una parálisis general.
Las causas
¿Cuál es el origen de esta curiosa enfermedad brasileña? Economistas conservadores apuntan a presuntos límites estructurales, como una supuesta insuficiencia de ahorro doméstico y la generalizada idea según la cual la economía brasileña se encontraría operando en su nivel ‘potencial’ definido por el siempre inasible ‘pleno empleo’ de los recursos. Pero este diagnóstico se diluye cuando se considera la enorme heterogeneidad estructural que todavía caracteriza a esta economía. Una porción significativa de la población económicamente activa del país aún se desempeña en actividades de subsistencia y baja productividad relativas, como los 7,5 millones empleados en actividades domésticas (*).
La raíz del síndrome brasileño, entendemos, no es económica. Es política. La crisis de la deuda externa de la década de 1980 rompió la coalición de poder que sustentó a las políticas desarrollistas durante más de cincuenta años. Desde entonces, el rechazo a la inflación coincide con una exagerada tolerancia al estancamiento. Y esta actitud, por su parte, se choca con las transformaciones sociales ocurridas durante la última década. Pese al magro desempeño medido en términos de crecimiento, en dicho período amplias capas de la población fueron protagonistas de un proceso de movilidad social ascendente, impulsado por los planes sociales, el acceso al crédito, la apreciación cambiaria y la suba sistemática del salario mínimo.
Esta circunstancia acentúa tensiones y despierta desconfianza entre las élites del país por los efectos políticamente desestabilizadores del crecimiento, generando incentivos para implementar políticas macroeconómicas conservadoras. Desde finales de 2010 y durante todo 2011 varias instituciones públicas como el Banco Central, el Ministerio de economía y el BNDES alertaban sobre un presunto ‘sobrecalentamiento’ económico que iba a tener consecuencias inflacionarias (**). La respuesta del Gobierno de Dilma no se hizo esperar. Impuso la terapia del estancamiento autoinflingido basado en ajustes fiscales, congelamientos salariales y medidas proempresariales como reducciones de impuestos y una leve devaluación cambiaria.
El profesor Fabio Freitas, de la Universidad Federal de Río de Janeiro, define al presente esquema macroeconómico brasileño como un modelo “profit-led stagnation” (estancamiento liderado por ganancias).
Se trata de un esquema agotado y sumergido en contradicciones crecientes. Pese al estancamiento, la inflación no cede. Y el Mundial de Fútbol y los Juegos Olímpicos, que prometían convertirse en vidrieras de Brasil para el mundo, se transformaron en el disparador de masivas movilizaciones en protesta contra los estadios de lujo de un país cuyas colapsadas infraestructuras de transporte, salud y educación se encuentran interrumpidas en nombre de la “responsabilidad fiscal” y del combate a la inflación.
(*) Bruno Galvão Dos Santos “Comparação entre desempenho da economia brasileira na crise de 1999 e na crise de 2008-9”, Tesis de doctorado, UFRJ, 2013.
(**) Idem, página 123.

Original: El Economista