Por Eduardo Crespo
Brasil dispone de todas las condiciones para impulsar el desarrollo
económico sudamericano. Desde 1930 hasta 1980, junto con Japón, fue el
país que experimentó el mayor proceso de crecimiento mundial, hasta
convertirse en el más industrializado de la región. Sea por escala, por
necesidades insatisfechas o por no haber completado aún su proceso de
urbanización, su mercado interno tiene un potencial de crecimiento
enorme. El fantasma de la restricción externa que azotó al país durante
las décadas de 1980 y 1990 desapareció de su horizonte inmediato. En los
últimos diez años el país acumuló US$ 374.000 millones en reservas
internacionales y redujo su endeudamiento externo a niveles irrisorios.
Brasil sigue cosechando los frutos de su exitosa etapa desarrollista.
Conserva instituciones públicas y empresas de elevada performance como
Petrobras, Embrapa, Vale o el BNDES. Además de verse favorecido por una
excepcional mejora de los términos de intercambio, sus exportaciones se
multiplicaron al ritmo de su revolución agrícola. Gracias a los avances
tecnológicos logrados por Embrapa, Brasil se convirtió en el primer país
tropical del mundo en contar con una agricultura de alta competitividad
internacional. En pocos años, se estima, superará a Estados Unidos como
primer exportador mundial de alimentos, transformándose en el auténtico
“granero del mundo”. Y gracias a los esfuerzos de investigación y
exploración de Petrobras, fueron descubiertas grandes reservas de
petróleo en su plataforma submarina.
Estos datos económicos se complementan con un remarcable
posicionamiento internacional afianzado durante las últimas décadas,
por el cual la diplomacia brasileña aspira a ocupar una banca permanente
en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Brasil se convirtió
en una voz autorizada en los foros internacionales y fue escogido como
país sede para la realización de mega eventos deportivos como el próximo
Mundial de Fútbol y los Juegos Olímpicos de 2016.
Pero…
Sin embargo, pese a todos estos datos alentadores, la economía
brasileña sufre un largo proceso de estancamiento relativo. Crece
persistentemente por debajo de la media mundial y regional. Si se
compara la tasa de crecimiento brasileña con la argentina, por ejemplo,
desde 1994 hasta 2012, surge una evidencia sorprendente: la primera (3%)
fue inferior a la segunda (3,5%), dato elocuente cuando se considera
que están incluidos los cuatro últimos años de la convertibilidad y la
crisis final del período 2001-2002. Si bien esta tendencia pareció
quedar atrás con el segundo gobierno de Lula, cuando Brasil se recuperó
de la crisis internacional con una tasa de crecimiento de 7,5% en 2010,
desde la llegada de Dilma Rousseff a la presidencia la economía se
volvió a desacelerar. En 2011 creció 2,7%, en 2012 0,9% y los primeros
guarismos de 2013 confirman la tendencia a una parálisis general.
Las causas
¿Cuál es el origen de esta curiosa enfermedad brasileña? Economistas
conservadores apuntan a presuntos límites estructurales, como una
supuesta insuficiencia de ahorro doméstico y la generalizada idea según
la cual la economía brasileña se encontraría operando en su nivel
‘potencial’ definido por el siempre inasible ‘pleno empleo’ de los
recursos. Pero este diagnóstico se diluye cuando se considera la enorme
heterogeneidad estructural que todavía caracteriza a esta economía. Una
porción significativa de la población económicamente activa del país aún
se desempeña en actividades de subsistencia y baja productividad
relativas, como los 7,5 millones empleados en actividades domésticas
(*).
La raíz del síndrome brasileño, entendemos, no es económica. Es
política. La crisis de la deuda externa de la década de 1980 rompió la
coalición de poder que sustentó a las políticas desarrollistas durante
más de cincuenta años. Desde entonces, el rechazo a la inflación
coincide con una exagerada tolerancia al estancamiento. Y esta actitud,
por su parte, se choca con las transformaciones sociales ocurridas
durante la última década. Pese al magro desempeño medido en términos de
crecimiento, en dicho período amplias capas de la población fueron
protagonistas de un proceso de movilidad social ascendente, impulsado
por los planes sociales, el acceso al crédito, la apreciación cambiaria y
la suba sistemática del salario mínimo.
Esta circunstancia acentúa tensiones y despierta desconfianza entre
las élites del país por los efectos políticamente desestabilizadores del
crecimiento, generando incentivos para implementar políticas
macroeconómicas conservadoras. Desde finales de 2010 y durante todo 2011
varias instituciones públicas como el Banco Central, el Ministerio de
economía y el BNDES alertaban sobre un presunto ‘sobrecalentamiento’
económico que iba a tener consecuencias inflacionarias (**). La
respuesta del Gobierno de Dilma no se hizo esperar. Impuso la terapia
del estancamiento autoinflingido basado en ajustes fiscales,
congelamientos salariales y medidas proempresariales como reducciones de
impuestos y una leve devaluación cambiaria.
El profesor Fabio Freitas, de la Universidad Federal de Río de
Janeiro, define al presente esquema macroeconómico brasileño como un
modelo “profit-led stagnation” (estancamiento liderado por ganancias).
Se trata de un esquema agotado y sumergido en contradicciones
crecientes. Pese al estancamiento, la inflación no cede. Y el Mundial de
Fútbol y los Juegos Olímpicos, que prometían convertirse en vidrieras
de Brasil para el mundo, se transformaron en el disparador de masivas
movilizaciones en protesta contra los estadios de lujo de un país cuyas
colapsadas infraestructuras de transporte, salud y educación se
encuentran interrumpidas en nombre de la “responsabilidad fiscal” y del
combate a la inflación.
(*)
Bruno Galvão Dos Santos “Comparação entre desempenho da economia
brasileira na crise de 1999 e na crise de 2008-9”, Tesis de doctorado,
UFRJ, 2013.
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