Páginas Sraffianas

8 may 2021

Los problemas del medioambiente y las concepciones liberales ¿pueden resolverse sin un Estado fuerte e interventor?

 



 

Por Eduardo Crespo* y Alejandro Fiorito **

 

Los desafíos medioambientales serán quizás el tema de mayor relevancia para la humanidad durante lo que resta del siglo XXI. Las posibilidades de que los problemas ambientales se agraven son significativas y no se visualizan condiciones políticas y medios institucionales adecuados para revertir la tendencia al deterioro. La creciente polarización ideológica y religiosa en Occidente, así como la naturalización de políticas consistentes en instalar la desconfianza contra toda intervención gubernamental apelando a técnicas de manipulación de masas y campañas moralizadoras, nos permite imaginar que será sumamente difícil adoptar las medidas de acción colectiva que la hora demanda.

Cuando se instala la sospecha hacia la ciencia, como lo hizo el trumpismo en EEUU, se puede desconfiar también del ‘presunto’ cambio climático, del derretimiento de los polos, de la reducción de la biodiversidad. Al fin al cabo, como ya la señalaba Adam Smith en el siglo XVIII, cuando la especialización extrema que nos impone la división del trabajo no es compensada con cierto universalismo enciclopédico por el sistema educativo, podemos ser completamente ignorantes en todo, exceptuando nuestra especialidad. En nuestra vida cotidiana nos topamos con pocas prevenciones intelectuales contra el terraplanismo, el creacionismo y el fanatismo ideológico y religioso. 

La política de la desconfianza se puso en evidencia, una vez más, durante la pandemia. En Argentina la oposición militó contra la “vacuna rusa”, en otras latitudes la sospecha recayó en la ‘vacuna china’, el bolsonarismo en Brasil hizo lo propio contra todas las vacunas. Los  mismos economistas y analistas políticos que erraron todos sus diagnósticos (y políticas) durante los últimos años, abusando de gráficos y estadísticas se abocaron a combatir las  previsiones de ANMAT y la mayoría de los epidemiólogos. En todo Occidente observamos resistencias enormes contra las imprescindibles medidas de aislamiento social. Los resultados están a la vista cuando comparamos el número de muertos y afectados con lo ocurrido en sociedades sometidas a presión (y disciplina) de guerra como Israel y los países de Asia Oriental. En este cuadro, ¿podemos esperanzarnos de que gobiernos y organizaciones internacionales podrán sobreponerse a intereses particulares para impulsar agendas ambientales de carácter global?

En América Latina, y en Argentina en particular, es cuadro es paradójico. Por un lado, quienes se oponen a los diagnósticos científicos y las medidas para preservar el medioambiente pertenecen, como ocurre en todas partes, a la derecha tradicional y cuentan con el apoyo de aquellos que se apropian de tierras a través de la deforestación, como en Brasil, o de quienes ven reducida su rentabilidad ante eventuales medidas ambientales. Por otro lado, los grupos ambientalistas de la región, integrados mayoritariamente por militantes progresistas y de izquierda, no contraponen a estas tendencias una visión fundada en la ciencia que busque fortalecer las imprescindibles capacidades estatales para enfrentar estos problemas. Desde que la URSS y varias otras tentativas de transformación revolucionaria comenzaron a mostrar síntomas de decaimiento, en la década de 1970, una parte significativa de la izquierda mundial abrazó concepciones románticas que desconfían del cambio técnico y desdeñan resultados científicos. La vieja concepción marxista de que la emancipación social debe buscarse en el desarrollo de las fuerzas productivas fue reemplazada por un hippismo emocional que se desentiende de la viabilidad política y menosprecia la consistencia económica. Representan una rémora que se remite una y otra vez a la posición decimonónica a la Mary Shelley sobre la pretensión prometeica del científico.

Entre quienes se movilizan por causas ambientalistas en Argentina abundan los militantes del decrecimiento (¡en un país que se cuenta entre los que menos crecieron en el mundo en décadas!), post-colonialistas que desdeñan el desarrollo económico como un ‘mito’ europeo, expertos en respiración y astrólogos. Lo que tienen en común es desconocer que la peor política ambiental es aquella que conduce al subdesarrollo. Compare el lector los efectos de cualquier catástrofe natural, por ejemplo, un terremoto en Haiti, India o Paquistán, con el mismo fenómeno en Chile, Italia o Japón. ¿Donde mueren decenas de miles de personas y se desmoronan infraestructuras que demoran décadas en repararse?

Parte del ambientalismo argentino se opone con irracionalidad a los transgénicos, cuando desde el neolítico venimos modificando plantas y animales, rechazan los agroquímicos cuando la mayor parte de la humanidad se alimenta gracias a ellos, se oponen a la minería cuando debería ser evidente que sin minería no habría industria y sin industria sería  imposible el desarrollo económico moderno y todas las mejoras experimentadas por la humanidad en los últimos 200 años, en términos de pobreza, esperanza de vida, salud, alfabetización, saneamiento, etcétera. Por un conservadurismo tecnológico espontáneo adoptan un “principio de precaución” radical en clave siempre ideológica: “por las dudas que no se haga” dicen… total ellos ya integran la clase media y no tienen que batallar por empleos, lugares donde vivir, condiciones dignas para sustentar a sus hijos. A modo de ejemplo, Argentina está en condiciones de auto-abastecerse de uranio. Ver Luis Lopez de CNEA https://www.youtube.com/watch?v=yAbkb-5gbQ8 Sin embargo, lo estamos importando porque grupos ecologistas y algunos medios de comunicación, sin siquiera mediar un estudio de impacto ambiental, frenaron la explotación. Interrumpieron, por ejemplo, operaciones en la mina Amarillo Grande, Rio Negro, una explotación pequeña de una profundidad máxima de 30 metros que proveía nada menos que al mayor orgullo tecnológico de nuestros abortados esfuerzos desarrollistas de antaño: el INVAP.

A nuestros problemas ambientales no los van a resolver la magia del mercado ni el emprendedorismo privado. Tampoco podrán hacerlo ONGs financiadas por embajadas o asociaciones de agricultores europeos. En vano podemos esperar soluciones de grupos minoritarios especializados en reclamar subvenciones estatales con grandilocuencia revolucionaria. Sólo un aparato estatal organizado y dotado de fuertes capacidades de intervención, con poderes represivos para punir a quienes lucran destruyendo el medioambiente, e infraestructurales para inducir la cooperación ciudadana, podremos enfrentar los retos ambientales futuros. Para eso es necesario que el Estado pueda cobrar impuestos, disponga de capacidad para financiar infraestructuras, promueva exportaciones, induzca la substitución de importaciones, por ejemplo, explotando nuestro petróleo no-convencional y nuestro uranio, permita e impulse proyectos que generen empleos bien remunerados y oportunidades de movilidad social para la mayoría de la población. Todas estas condiciones requieren un Estado con capacidad de planificación y organismos con personal calificado para evaluar proyectos, especialmente aquellos que tienen daños ambientales potencialmente elevados. El desarrollo de estas actividades debe quedar a cargo de instituciones responsables y dotadas con recursos para realizar estudios fundados en la ciencia. No podemos dejar que nuestras magras posibilidades de desarrollo y nuestro medioambiente queden a merced de campañas de moralización en base a fake news, caranchos y oportunistas políticos. 

 

* Profesor de la Universidad Federal de Rio de Janeiro (UFRJ) y la Universidad Nacional de Moreno (UNM)

** Profesor de la Universidad Nacional de Moreno (UNM) y Universidad de Buenos Aires (UBA)

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